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La belleza de la fealdad

Fernando Araújo Vélez
03 de septiembre de 2022 - 11:00 p. m.
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En su último libro, Ecce Homo, Friedrich Nietzsche recordaba que en los tiempos de los antiguos griegos había unos personajes que se hacían llamar fisionomistas, y que iban por la vida tratando de descifrar las personalidades de la gente según sus rasgos físicos. Un día fueron adonde Sócrates, pues les habían dicho que era muy feo: la nariz achatada, los ojos saltones, los labios desalineados, las orejas inmensas, las manos burdas y los pómulos demasiado pronunciados. Cuando estuvieron frente a él, le preguntaron si su alma era igual de fea que su físico, y Sócrates les respondió que sí, que su alma era fea, igual que sus facciones, pero que él tenía voluntad, y que con esa voluntad podía revertir la fealdad de sus impulsos primarios.

Pasados muchos años, cuando Platón recogió algunas de sus diversas conversaciones, aclaraba que para Sócrates la fealdad era la gran oportunidad de seducir y llegar a entender los asuntos esenciales de la vida sin tener que acudir a la seducción, al adorno de la belleza. “Significa -como lo explicaba Estanislao Zuleta en una de sus conferencias sobre la lógica- que Teeteto, lo mismo que Sócrates, era un individuo que no podía imponerse por medio de la seducción y de la atracción de su apariencia, sino por medio de su discurso”. La fealdad había sido la derrota tanto de Teeteto, el personaje de los Diálogos de Platón, como de Sócrates, pero los dos terminaron por convertirla en su gran triunfo, en la fuerza que requerían para pensar y actuar según la razón.

Aquellos eran tiempos de razón, de pensar por pensar y para pensar, de vivir en búsqueda de una verdad, de encontrar esa verdad y la sabiduría de las verdades de acuerdo con la lógica, no según los intereses ni las conveniencias, las creencias o los fanatismos. Para Sócrates, para Platón, Aristóteles y tantos otros, la verdad estaba por encima de la autoridad, de los cargos, las vestimentas y el halago, los amores, las amistades y las modas y, por supuesto, del adorno, y siempre, siempre debía ser demostrada, y para demostrarla partían de la convicción de que la ignorancia no era la carencia de información, sino el exceso de supuestos saberes que no podían ser comprobados, y que llevaban a la gente a la fácil opinión.

Fernando Araújo Vélez

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

 

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