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Me gusta pensar en lo inútil de la vida. Darles formas a las nubes, mirarme en el agua de los charcos y perderme en los colores que se van sucediendo; tratar de descubrir en ellos uno o dos rasgos que no encuentro en las mañanas, cuando me miro al espejo con la firme esperanza de que por fin, alguna vez, mi imagen me responda alguna pregunta. Me gusta cantar a plena y desafinada voz bajo los aguaceros de mayo, caminar sin rumbo fijo, pasar por debajo de los puentes, sonreír socarronamente por la prisa que llevan los conductores de tantos y tantos carros, y repetir en voz muy alta una frase de Saramago con la que recordaba a Ricardo Reis y que hablaba más o menos de que siempre queremos estar del otro lado del puente.
Me gusta pensar en los personajes que crean los escritores, en los poetas que surgen de los poetas, como Reis y Fernando Pessoa, y vivir por unos cuantos minutos la vida inventada de un alguien que se la pasa inventándose letra a letra, y ser definitivamente consciente de que en el papel, sobre el papel, todos somos dioses cuando escribimos, así seamos apenas unos harapientos dioses de la calle. Me gusta estar del otro lado de todos los puentes, y me gustan los puentes en sí mismos, con sus tuercas, sus tornillos, sus clavos y bisagras, sus toneladas de acero y de cemento, o sus costuras de cuerda y tablas, y me fascina esa eterna promesa que entrañan de unir vidas y mundos de subida y de bajada, aunque muchas veces sean un simple camino de desunión.
Me gusta anotar en una libreta las distintas ideas que se me ocurren para un texto, y revisar cada una de mis anotaciones después de terminarlo, solo para constatar, una vez más, que cuando escribo, mientras escribo, se me ocurren decenas de textos que no había presupuestado, y que de ellos emanan a su vez cientos de imágenes y de palabras y miles de sonidos que no estaban anotados en ninguna de mis libretas. Me gusta ser el de las libretas, pero si me dieran a elegir, preferiría ser un millón de veces más uno entre esa mágica multitud de personajes inútiles que van apareciendo por fuera de ellas, con sus cosas sin nombre, sus vagas apariencias y esa eterna despreocupación que arrastran por las cuestiones útiles de la vida.