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“La muerte de Gorky fue un homicidio médico”, confesó uno de los doctores que lo habían atendido por sus afecciones cardíacas y respiratorias, y lo dijo durante la serie de juicios que Stalin organizó en 1938 para librarse de Nicolái Bujarin y algunos compañeros suyos, viejos camaradas de tiempo atrás, quienes se habían convertido en sus adversarios. Hasta su muerte, Máximo Gorky había sido casi como la conciencia del pueblo y, por lo mismo, uno de los hombres que más necesitaba el régimen soviético. Antes de la Revolución de Octubre, había escrito en su novela La madre y en otros textos varias líneas a favor de un cambio sustancial en Rusia. Luego se arrepintió. Las luchas, la sangre, el odio de clases, el radicalismo, los deseos de venganza de todos contra todos, las hambrunas y el miedo, entre tantas y tantas razones, lo habían llevado a decir que Rusia estaba al borde de una “barbarie asiática”.
Desde 1917 hasta 1921, en palabras de Orlando Figes, “Gorky se pronunció valientemente contra el régimen leninista”. Por fin, abrumado, huyó a Berlín y terminó en Sorrento (Italia). “No podía vivir en la Rusia soviética, pero tampoco soportaba el extranjero”. Aquella especie de esquizofrencia lo llevó a no querer estar en Rusia, pero tampoco lejos de Rusia. En 1924 le dijo al escritor francés Romain Rolland: “No, no puedo ir a Rusia. En Rusia sería enemigo de todo y de todos. Sería como golpearme la cabeza contra la pared”. Semanas más tarde falleció Lenin, y Gorky se sintió eternamente culpable por haberse distanciado de él y haberlo definido como “un maldito de sangre fría que no ahorra el honor ni la vida del proletariado”. Luego dijo que “la muerte de Lenin lo había dejado huérfano, junto al resto de Rusia”, y escribió unas profundas y conciliatorias páginas que títuló Recuerdos de Lenin.
Inmerso en sus recuerdos, herido por los tiempos fascistas que recorrían Europa, abatido porque su última novela, Los Artamonov, solo había provocado uno que otro murmullo, regresó a Rusia en 1928 para palpar la vida allí y decidió volver para siempre cuatro años más tarde. Él, que había dicho que “a los dioses no se les busca, se les crea”, se iba transformando en un dios soviético. Lo recibieron con decenas de toques de honor, le dieron la famosa mansión Riabushinksy y varias hectáreas de tierra, sirvientes y comida que llegaba de las mismas despensas del Comisariado del Pueblo de las que se nutrían las de Stalin. El régimen lo necesitaba para arrastrar a los escépticos a la lucha y la fe del proletariado, y él lo sabía. En un principio cayó en la tentación y por un tiempo fue dios, juzgó y condenó y calló y habló.
Luego se dio cuenta de que no podía seguir actuando y se opuso a Stalin, a sus camaradas y sus prácticas, e incluso hizo parte de un complot contra todos ellos. En sus diarios de 1930 escribió que Stalin era “una pulga monstruosa”. Cuatro años después, tuvo que enterrar a su hijo, Máximo Peshkov, asesinado, según las voces y algunas pruebas, por la NKVD (la policía soviética). En 1963, su viuda, Yekaterina Peshkova, se atrevió a afirmar que a Gorky también lo habían asesinado los agentes que habían acabado con la vida de su hijo por órdenes de Iósif Stalin, que no tuvo reparos en cargar el féretro de su marido el día de su funeral.