Cada secreto fue una motivación, e incluso, una necesidad. Fue enredarme en las historias que contaban en la casa cada noche, y fue saber que esas historias tendrían más y más capítulos. Fue ilusionarme, irme a dormir con las palabras y las imágenes de la última escena del último relato, desvelarme con la trama de lo sucedido, y pensar en las múltiples posibilidades de lo que podía seguir al día siguiente. Fue palpitar un final, y más allá de mis pálpitos, comprender que aunque me muriera de la curiosidad, en el fondo, muy en el fondo, era preferible que no hubiera final. Que nunca hubiera final, que jamás me contaran todos los secretos, y que si me contaban alguno, que dejaran siempre un cabo suelto por ahí.
Porque fueron los cabos sueltos los que me llevaron a través de los días y los años a pensar, a profundizar. A analizar. A jugar de día a Sherlock Holmes y encontrar el detalle que marcaba la diferencia, y a cambiar de juego en la noche y ser una especie de James Moriarty que volvía oscuro todo aquello que Holmes había creído aclarar. Fueron los cabos sueltos los que en las mañanas, antes de salir a la escuela, me hacían observar a mis padres y a mis hermanos para preguntarme por sus secretos, por esos misteriosos hechos o palabras que escondían en algún lugar de sus vidas, y fueron los cabos sueltos los que una o dos horas más tarde me hacían imaginar los misterios de los profesores que intentaban enseñarme cosas que nunca lograba comprender.
Fueron los secretos de mis compañeros de clase los que me impulsaron a jugar con ellos, y los que me hicieron comprender que en los juegos había tanto o más misterio que en la vida real, porque cada quien era un poco lo que mostraba y mucho lo que escondía. Con el fútbol o con las cartas, a las carreras de tapitas o con canicas, aprendí que lo que escondíamos era lo que nos daba fuerza para intentar ganar, y cuando perdíamos, cuando yo perdía, más bien, lo que me dolía y me daba pánico en realidad era que alguien descubriera que había comenzado a entender el juego como un negocio, desde un lejano domingo en el que mis padres me llevaron al hipódromo de Techo para que apostara con ellos, para que gritara con ellos y por ellos.
Cada secreto fue una motivación, e incluso, una necesidad. Fue enredarme en las historias que contaban en la casa cada noche, y fue saber que esas historias tendrían más y más capítulos. Fue ilusionarme, irme a dormir con las palabras y las imágenes de la última escena del último relato, desvelarme con la trama de lo sucedido, y pensar en las múltiples posibilidades de lo que podía seguir al día siguiente. Fue palpitar un final, y más allá de mis pálpitos, comprender que aunque me muriera de la curiosidad, en el fondo, muy en el fondo, era preferible que no hubiera final. Que nunca hubiera final, que jamás me contaran todos los secretos, y que si me contaban alguno, que dejaran siempre un cabo suelto por ahí.
Porque fueron los cabos sueltos los que me llevaron a través de los días y los años a pensar, a profundizar. A analizar. A jugar de día a Sherlock Holmes y encontrar el detalle que marcaba la diferencia, y a cambiar de juego en la noche y ser una especie de James Moriarty que volvía oscuro todo aquello que Holmes había creído aclarar. Fueron los cabos sueltos los que en las mañanas, antes de salir a la escuela, me hacían observar a mis padres y a mis hermanos para preguntarme por sus secretos, por esos misteriosos hechos o palabras que escondían en algún lugar de sus vidas, y fueron los cabos sueltos los que una o dos horas más tarde me hacían imaginar los misterios de los profesores que intentaban enseñarme cosas que nunca lograba comprender.
Fueron los secretos de mis compañeros de clase los que me impulsaron a jugar con ellos, y los que me hicieron comprender que en los juegos había tanto o más misterio que en la vida real, porque cada quien era un poco lo que mostraba y mucho lo que escondía. Con el fútbol o con las cartas, a las carreras de tapitas o con canicas, aprendí que lo que escondíamos era lo que nos daba fuerza para intentar ganar, y cuando perdíamos, cuando yo perdía, más bien, lo que me dolía y me daba pánico en realidad era que alguien descubriera que había comenzado a entender el juego como un negocio, desde un lejano domingo en el que mis padres me llevaron al hipódromo de Techo para que apostara con ellos, para que gritara con ellos y por ellos.