La fuerza y la poesía de Anna Ajmátova, contra los nazis
Fernando Araújo Vélez
Y luego de pensarlo y rumiarlo y maldecirlo, y de escupir sin que nadie la viera el nombre de Iosef Stalin, y después de haber recordado una vez más los últimos 25 años de su vida, sus tormentos, las eternas filas que tenía que padecer para ir a visitar a su hijo en prisión, sus penas y el hambre y el miedo, le respondió que sí al oficial que el día anterior le había pedido que en nombre de Rusia, de la santa Rus, de la Unión Soviética, leyera algunos de sus poemas por la radio para que el pueblo, su pueblo, se uniera en el nombre de sus ancestros y su historia y enfrentara con dignidad, con valor y fuerza a los nazis, que habían invadido y cercado a los soviéticos desde finales de agosto de aquel año, 1942. Para Hitler, el gran objetivo de su Operación Azul era Stalingrado, en esencia, por su nombre. Pasadas dos décadas pasaría a llamarse Volgogrado.
Como pocas veces en la historia, ella, Anna Ajmátova, y sus amigos, vecinos y parientes, y los legados de Pushkin y de Tolstoi, de Chéjov y de Dostoievski, de Chaikovski y Kandinski y de tantos y tantos, estaban ante el todo y el nada, ante el hacer o morir, ante el actuar, luchar, o desaparecer. Casi treinta años atrás, cuando estalló la primera Gran Guerra, en 1914, había escrito “Envejecimos cien años / aunque esto sucedió sólo en una hora”. Diez años más tarde, cuando Stalin tomó el poder de la Unión Soviética, Ajmátova envejeció otros cien años. Había dejado en claro que no huiría pese a que la confinaron a un cuartucho de dos por dos, y a que la Revolución de Octubre intentó eliminarla. Dijo que se quedaría en la entonces Petrogrado, “La sagrada ciudad de Pedro”, y en su “Casa de la fuente”. No estaba con “los que abandonaron su tierra”. “No les daré mis canciones”, dijo.
Alrededor de 1920, por los tiempos en los que detuvieron a su exmarido, el poeta Nikolái Gimilev, y lo fusilaron por “conspiraciones monárquicas”, Lev Trotski publicó en las páginas de Pravda un artículo contra ella, sentenciando que su obra era “irrelevante para Octubre”. Nikolái Punin, crítico, periodista y ensayista, le respondió en tono de pregunta: “¿Qué? ¿Si Ajmátova se pudiera una chaqueta de cuero y una estrella del Ejército Rojo entonces sí sería relevante para Octubre?” Para él, como para decenas de millones de rusos, Ajmátova era como Pushkin y como Gógol, patrimonios de la humanidad. Como patrimonio de la humanidad y de lo humano, más que nada de lo humano, Ajmátova decidió dejar a un lado sus propias penas, y entre veladas amenazas y sus convicciones, se sentó tarde tras tarde y de septiembre de 1942 a febrero del 43 ante los micrófonos de Radio Moscú Internacional a leer sus poemas.
Y luego de pensarlo y rumiarlo y maldecirlo, y de escupir sin que nadie la viera el nombre de Iosef Stalin, y después de haber recordado una vez más los últimos 25 años de su vida, sus tormentos, las eternas filas que tenía que padecer para ir a visitar a su hijo en prisión, sus penas y el hambre y el miedo, le respondió que sí al oficial que el día anterior le había pedido que en nombre de Rusia, de la santa Rus, de la Unión Soviética, leyera algunos de sus poemas por la radio para que el pueblo, su pueblo, se uniera en el nombre de sus ancestros y su historia y enfrentara con dignidad, con valor y fuerza a los nazis, que habían invadido y cercado a los soviéticos desde finales de agosto de aquel año, 1942. Para Hitler, el gran objetivo de su Operación Azul era Stalingrado, en esencia, por su nombre. Pasadas dos décadas pasaría a llamarse Volgogrado.
Como pocas veces en la historia, ella, Anna Ajmátova, y sus amigos, vecinos y parientes, y los legados de Pushkin y de Tolstoi, de Chéjov y de Dostoievski, de Chaikovski y Kandinski y de tantos y tantos, estaban ante el todo y el nada, ante el hacer o morir, ante el actuar, luchar, o desaparecer. Casi treinta años atrás, cuando estalló la primera Gran Guerra, en 1914, había escrito “Envejecimos cien años / aunque esto sucedió sólo en una hora”. Diez años más tarde, cuando Stalin tomó el poder de la Unión Soviética, Ajmátova envejeció otros cien años. Había dejado en claro que no huiría pese a que la confinaron a un cuartucho de dos por dos, y a que la Revolución de Octubre intentó eliminarla. Dijo que se quedaría en la entonces Petrogrado, “La sagrada ciudad de Pedro”, y en su “Casa de la fuente”. No estaba con “los que abandonaron su tierra”. “No les daré mis canciones”, dijo.
Alrededor de 1920, por los tiempos en los que detuvieron a su exmarido, el poeta Nikolái Gimilev, y lo fusilaron por “conspiraciones monárquicas”, Lev Trotski publicó en las páginas de Pravda un artículo contra ella, sentenciando que su obra era “irrelevante para Octubre”. Nikolái Punin, crítico, periodista y ensayista, le respondió en tono de pregunta: “¿Qué? ¿Si Ajmátova se pudiera una chaqueta de cuero y una estrella del Ejército Rojo entonces sí sería relevante para Octubre?” Para él, como para decenas de millones de rusos, Ajmátova era como Pushkin y como Gógol, patrimonios de la humanidad. Como patrimonio de la humanidad y de lo humano, más que nada de lo humano, Ajmátova decidió dejar a un lado sus propias penas, y entre veladas amenazas y sus convicciones, se sentó tarde tras tarde y de septiembre de 1942 a febrero del 43 ante los micrófonos de Radio Moscú Internacional a leer sus poemas.