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La tarde en la que el cadáver de Anton Chéjov llegó a Moscú desde Badenweiller, envuelto en una caja de ostras, como si él mismo lo hubiera decidido para no llamar la atención ni cargar a nadie con el peso de su muerte, una banda marcial comenzó a tocar en el andén de la estación de trenes. Olga Knipper, su esposa, creyó que habían comenzado los homenajes en nombre de su marido. Sin embargo, pocos instantes después supo que aquella música solemne era para un general que había viajado en el mismo tren. Días antes, una mañana de tantas, cuando intentó mitigar sus dolores de pecho con una bolsa de hielo, Chéjov le había dicho, “No pongan hielo sobre un corazón vacío”. Incluso en su agonía era consciente de que no había nada que hacer y que él se iría “con el deshielo de la primavera”, como decían los campesinos que retrató una y otra vez en sus cuentos y sus obras de teatro.
Desde que habían aparecido los primeros síntomas de su tuberculosis, Chéjov se había mostrado indiferente, casi que indolente y absolutamente escéptico. La señora Knipper, actriz de sus obras, y amor, odio, ilusión, bondad, conversación, magia, comprensión y paciencia, diría con el tiempo que a veces le molestaba aquella “temeraria indiferencia”. A mediados de los 80, Raymond Carver relataría sus últimos días en un texto que tituló Tres rosas amarillas, y entre otras cosas, diría que al final, en medio de su agonía, llegó al hospital Lev Tolstoi a visitarlo. Quería saber cómo estaba y conversar con Chéjov. “Importaba poco el que Chéjov estuviera tomando medicinas y le hubiesen prohibido hablar, ya no digamos sostener una conversación. Asombrado, tuvo que escuchar mientras el Conde empezaba a disertar sobre sus teorías acerca de la inmortalidad del alma”.
“Tolstoi supone que todos (humanos y animales por igual) sobreviviremos encarnados en un principio (como la razón o el amor) cuya esencia y objetivos son un misterio para nosotros. Esa clase de inmortalidad me resulta inservible. No la comprendo, y Lev Nikolaievich se asombró de que no la entendiera”, escribió entonces Chéjov, que durante toda su vida y en todos sus escritos había dudado del más allá, igual que la mayoría de sus personajes, para quienes la inmortalidad era una especie de lujo, de privilegio, pues la vida y sus necesidades jamás les dejaba tiempo para creer en algo distinto a vivir, y en la mayoría de los casos, a tener que vivir. Pasadas unas semanas de aquel encuentro, Tolstoi le comentó a Gorki que Chéjov le parecía un bello, “un espléndido ser humano”, y que estaba “contento de amar… a Chéjov”.