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Por los años 30 del siglo XIX le preguntaron a Alexis de Tocqueville cuál consideraba que era la razón principal para que los Estados Unidos hubieran prosperado tanto en tan poco tiempo. Respondió que “la superioridad de sus mujeres”, y luego dejó muy en claro que sus mayores temores sobre aquella democracia que apenas llevaba más de sesenta años de vida era la tiranía de las mayorías, que no sólo era legal y tenía profundas consecuencias debido al voto, sino social en cuanto a las presiones de todo tipo que podían presentarse entre los vecinos o compañeros de trabajo por la superioridad o inferioridad de éste o aquel o por sus preferencias. Tocqueville había viajado desde París para conocer y estudiar el sistema carcelario de aquella nueva nación.
Acabó por escribir dos tomos que tituló “La democracia en América”. Entre algunos de sus apuntes, afirmaba que la democracia era imparable y que más tarde o más temprano llevaría a la humanidad a un individualismo que degeneraría en absoluto egoísmo. Vislumbraba a “una inmensa multitud de hombres semejantes, iguales y sin privilegios que los distingan, incesantemente girando en busca de pequeños y vulgares placeres”, y concluía que ante semejante panorama, ni los grandes ideales, ni el arte ni la investigación ni la verdadera política tendrían importancia, y menos, cultores que trascendieran en el tiempo, y que la opinión pública se reduciría a “una especie de polvo intelectual, que se esparce por todos lados sin poder juntarse”.
Casi 200 años más tarde, las viejas previsiones de Tocqueville se multiplicaron por los cinco continentes, y la opinión pública y las democracias con sus elecciones, su particular funcionamiento, sus favores y prebendas quedaron convertidos en una feria cuyo principal fin fue comprar el voto de la gente dándole sus “pequeños y vulgares placeres”. El poder que surgía del pueblo, de las mayorías, acabó por volverse contra el pueblo sin que ese pueblo se enterara siquiera. Inmerso en el juego del facilismo y la inmediatez, abandonó los valores que le inculcaron las “poderosas mujeres” de las que hablaba Tocqueville, y eligió por promesas y no por ideas y futuro, sencillamente porque perdió las facultades para ver y comprender todo aquello que estaba más allá de sus cómodos intereses.