La tragedia de no poder morir
Fernando Araújo Vélez
Si alguno por ahí aún aspira a la inmortalidad. Si por esas cosas de la vida y de la muerte desea que su imagen y tal vez su obra sean recordadas en cien o doscientos años. Si sueña con colgar su nombre y sus apellidos en alguna callejuela de su pueblo o de su ciudad o de cualquier pueblo o ciudad en el mundo, que empiece por tener en cuenta que por estos tiempos ya ni los muertos descansan en paz, y que como pocas veces antes, o como nunca, ahora para morir se necesita una especie de tarjeta con permisos múltiples que blinde a los muertos de los vivos. Sepultados en cuerpo para siempre y en espíritu, seguramente también, o vueltos ceniza de las cenizas, se han ido volviendo el blanco favorito de aquellos que buscan más un motivo para odiar que para vivir, pues tristemente hoy el odio genera aceptación, éxito, eso que llaman triunfo y todo lo que surge y se desprende de la vanidad.
A unos muy muertos los juzgan y los condenan sin ningún tipo de juicio, aunque solo sea un juicio por honor a la verdad y muy post mortem, porque hace 500 o dos mil años creían en un dios y en los preceptos emanados por algunos de sus profetas, y a otros los apedrean porque en alguna de sus obras de dos o tres o cinco siglos atrás tuvieron la osadía de decir, de escribir que tal o cual personaje de tal o cual secta minoritaria se había robado un tesoro. A algunos les revuelven y reviven los manuscritos que dejaron en el fondo de un baúl perdido en 1900 o en 1970, pues, solo eran apuntes de apuntes, ideas sueltas para otras cosas, y luego los publican solo para vender, exponiendo toda su obra con el infinito caudal de estrategias y trucos de los vendedores, a quienes poco o nada les importa insultar la memoria de alguien, y a otros les editan sus textos de tiempos casi inmemoriales porque sus personajes no son del gusto de la gran masa telenovelera.
A unos más les inventan amoríos y amores prohibidos, imposibles de rastrear y de comprobar, y a otros cuantos los acusan de haber muerto de alguna enfermedad indigna, pues ya sabemos, muy bien sabemos que la táctica perfecta para hundir una idea es difamar a su autor. Ni a los anónimos ni a los renombrados los dejan morir tranquilos. Ni a usted ni a este o a aquella. Más tarde o más temprano, todos seremos sentenciados a seguir siendo enjuiciados por amar o no, por luchar o no, por nuestras deudas y nuestros desencuentros, o por pensar y actuar a contramano, como si el infierno tan anunciado y amenazante fuera precisamente ese, un valle de muertos que no pueden morir, revividos una y un millón de veces y hasta el infinito por un puñado de vivos y sus seguidores que pretenden destrozarlo todo a cambio de unos cuantos aplausos.
Si alguno por ahí aún aspira a la inmortalidad. Si por esas cosas de la vida y de la muerte desea que su imagen y tal vez su obra sean recordadas en cien o doscientos años. Si sueña con colgar su nombre y sus apellidos en alguna callejuela de su pueblo o de su ciudad o de cualquier pueblo o ciudad en el mundo, que empiece por tener en cuenta que por estos tiempos ya ni los muertos descansan en paz, y que como pocas veces antes, o como nunca, ahora para morir se necesita una especie de tarjeta con permisos múltiples que blinde a los muertos de los vivos. Sepultados en cuerpo para siempre y en espíritu, seguramente también, o vueltos ceniza de las cenizas, se han ido volviendo el blanco favorito de aquellos que buscan más un motivo para odiar que para vivir, pues tristemente hoy el odio genera aceptación, éxito, eso que llaman triunfo y todo lo que surge y se desprende de la vanidad.
A unos muy muertos los juzgan y los condenan sin ningún tipo de juicio, aunque solo sea un juicio por honor a la verdad y muy post mortem, porque hace 500 o dos mil años creían en un dios y en los preceptos emanados por algunos de sus profetas, y a otros los apedrean porque en alguna de sus obras de dos o tres o cinco siglos atrás tuvieron la osadía de decir, de escribir que tal o cual personaje de tal o cual secta minoritaria se había robado un tesoro. A algunos les revuelven y reviven los manuscritos que dejaron en el fondo de un baúl perdido en 1900 o en 1970, pues, solo eran apuntes de apuntes, ideas sueltas para otras cosas, y luego los publican solo para vender, exponiendo toda su obra con el infinito caudal de estrategias y trucos de los vendedores, a quienes poco o nada les importa insultar la memoria de alguien, y a otros les editan sus textos de tiempos casi inmemoriales porque sus personajes no son del gusto de la gran masa telenovelera.
A unos más les inventan amoríos y amores prohibidos, imposibles de rastrear y de comprobar, y a otros cuantos los acusan de haber muerto de alguna enfermedad indigna, pues ya sabemos, muy bien sabemos que la táctica perfecta para hundir una idea es difamar a su autor. Ni a los anónimos ni a los renombrados los dejan morir tranquilos. Ni a usted ni a este o a aquella. Más tarde o más temprano, todos seremos sentenciados a seguir siendo enjuiciados por amar o no, por luchar o no, por nuestras deudas y nuestros desencuentros, o por pensar y actuar a contramano, como si el infierno tan anunciado y amenazante fuera precisamente ese, un valle de muertos que no pueden morir, revividos una y un millón de veces y hasta el infinito por un puñado de vivos y sus seguidores que pretenden destrozarlo todo a cambio de unos cuantos aplausos.