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                                                                                                                                  La tragedia de no poder morir

                                                                                                                                  Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                  Editor de Cultura

                                                                                                                                  Si alguno por ahí aún aspira a la inmortalidad. Si por esas cosas de la vida y de la muerte desea que su imagen y tal vez su obra sean recordadas en cien o doscientos años. Si sueña con colgar su nombre y sus apellidos en alguna callejuela de su pueblo o de su ciudad o de cualquier pueblo o ciudad en el mundo, que empiece por tener en cuenta que por estos tiempos ya ni los muertos descansan en paz, y que como pocas veces antes, o como nunca, ahora para morir se necesita una especie de tarjeta con permisos múltiples que blinde a los muertos de los vivos. Sepultados en cuerpo para siempre y en espíritu, seguramente también, o vueltos ceniza de las cenizas, se han ido volviendo el blanco favorito de aquellos que buscan más un motivo para odiar que para vivir, pues tristemente hoy el odio genera aceptación, éxito, eso que llaman triunfo y todo lo que surge y se desprende de la vanidad.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD
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                                                                                                                                  Read more!

                                                                                                                                  A unos más les inventan amoríos y amores prohibidos, imposibles de rastrear y de comprobar, y a otros cuantos los acusan de haber muerto de alguna enfermedad indigna, pues ya sabemos, muy bien sabemos que la táctica perfecta para hundir una idea es difamar a su autor. Ni a los anónimos ni a los renombrados los dejan morir tranquilos. Ni a usted ni a este o a aquella. Más tarde o más temprano, todos seremos sentenciados a seguir siendo enjuiciados por amar o no, por luchar o no, por nuestras deudas y nuestros desencuentros, o por pensar y actuar a contramano, como si el infierno tan anunciado y amenazante fuera precisamente ese, un valle de muertos que no pueden morir, revividos una y un millón de veces y hasta el infinito por un puñado de vivos y sus seguidores que pretenden destrozarlo todo a cambio de unos cuantos aplausos.

                                                                                                                                  Si alguno por ahí aún aspira a la inmortalidad. Si por esas cosas de la vida y de la muerte desea que su imagen y tal vez su obra sean recordadas en cien o doscientos años. Si sueña con colgar su nombre y sus apellidos en alguna callejuela de su pueblo o de su ciudad o de cualquier pueblo o ciudad en el mundo, que empiece por tener en cuenta que por estos tiempos ya ni los muertos descansan en paz, y que como pocas veces antes, o como nunca, ahora para morir se necesita una especie de tarjeta con permisos múltiples que blinde a los muertos de los vivos. Sepultados en cuerpo para siempre y en espíritu, seguramente también, o vueltos ceniza de las cenizas, se han ido volviendo el blanco favorito de aquellos que buscan más un motivo para odiar que para vivir, pues tristemente hoy el odio genera aceptación, éxito, eso que llaman triunfo y todo lo que surge y se desprende de la vanidad.

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                  De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com
                                                                                                                                  Ver todas las noticias
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