“La tranquilidad es una bajeza moral”: Lev Tolstoi
Fernando Araújo Vélez
“Señor, dame fe”, dijeron y escribieron que susurró Lev Tolstoi poco antes de las seis de la mañana del 28 de octubre de 1910, y que luego salió de su cuarto, muy en silencio, y bajó hacia la cochera de Yásnaia Poliana, su casa, centro de amores y de hijos, 13, y de celos, envidias, gritos e intentos de suicidio, y se metió en un carruaje que lo llevó hasta la estación de trenes de Tula, y que desde allí se fue hacia el Cáucaso y atravesó el imperio de nieve de los zares, como lo relató su esposa, Sofía Andreievna, impaciente y angustiada porque el conde Tolstoi y su hija Alexandra habían ordenado que no la dejaran entrar en el cuartucho del maquinista de los ferrocarriles en el que agonizaba. Ella solo podía verlo, casi que vislumbrarlo a través de unos vidrios empañados, y más que vislumbrarlo, lo intuía, como intuía que el hombre con el que había vivido 40 años, y celebrado y reído y llorado y peleado, iba a morir sin perdonarla.
Días antes, había recibido una carta en la que Tolstoi le decía: “He hecho lo que es habitual a los viejos de mi edad; abandono esta vida mundana para pasar los últimos días de mi vida en el retiro y en el silencio”. La noche antes de irse, la había descubierto hurgando entre sus cosas, sus cartas y notas, que era como decir, sus confesiones, sus amores, sus dudas, y en fin, todo aquello que lo había llevado a escribir Guerra y Paz, La muerte de Iván Illich, Anna Karenina, y a sentenciar que “Para vivir honradamente hay que desgarrarse, confundirse, luchar, equivocarse, empezar y abandonar, y de nuevo empezar y de nuevo abandonar, y luchar eternamente y sufrir privaciones. La tranquilidad es una bajeza moral”, como se lo había dicho a su última hija, Alexandra Tolstoia, en los tiempos en los que decidió dejar a un lado lo mundano y fácil, los aplausos, la fama, sus novelas, que le parecían frívolas, y buscar algún tipo de paz, e incluso, de redención.
Cuando falleció y luego de las pomposas honras fúnebres, ‘Sasha’, como la llamaba, se encargó de proteger su legado literario y de luchar por sus ideas. Cada vez más su relación con su madre, Sofía Andreievna, era peor, y con la mayoría de sus hermanos casi ni se hablaba. Poco a poco se fue volviendo más “tolstoiana”. Menos mundana. En la Gran Guerra armó refugios para los soldados rusos heridos, y trabajó allí como organizadora, enfermera, confidente, lectora y escribiente. Luego, en la revolución del 17 y después, se alió con los “blancos” y colaboró con ellos en sus guerras contra los “rojos”. Fue encarcelada, perseguida, se opuso firmemente a Stalin y a sus subalternos, y huyó a Japón en el 29. De allí se fue a Estados Unidos, donde compró una hacienda al norte de Nueva York, “Reed Farm”, que convirtió en un inmenso centro de refugiados rusos en el que, entre tantos otros, pasaron Igor Stravinski y Vladimir Nabokov. Allí hablaba de Tolstoi, leía a Tolstoi y debatía sobre Tolstoi. A fin de cuentas, para ella la tranquilidad también era una bajeza moral.
“Señor, dame fe”, dijeron y escribieron que susurró Lev Tolstoi poco antes de las seis de la mañana del 28 de octubre de 1910, y que luego salió de su cuarto, muy en silencio, y bajó hacia la cochera de Yásnaia Poliana, su casa, centro de amores y de hijos, 13, y de celos, envidias, gritos e intentos de suicidio, y se metió en un carruaje que lo llevó hasta la estación de trenes de Tula, y que desde allí se fue hacia el Cáucaso y atravesó el imperio de nieve de los zares, como lo relató su esposa, Sofía Andreievna, impaciente y angustiada porque el conde Tolstoi y su hija Alexandra habían ordenado que no la dejaran entrar en el cuartucho del maquinista de los ferrocarriles en el que agonizaba. Ella solo podía verlo, casi que vislumbrarlo a través de unos vidrios empañados, y más que vislumbrarlo, lo intuía, como intuía que el hombre con el que había vivido 40 años, y celebrado y reído y llorado y peleado, iba a morir sin perdonarla.
Días antes, había recibido una carta en la que Tolstoi le decía: “He hecho lo que es habitual a los viejos de mi edad; abandono esta vida mundana para pasar los últimos días de mi vida en el retiro y en el silencio”. La noche antes de irse, la había descubierto hurgando entre sus cosas, sus cartas y notas, que era como decir, sus confesiones, sus amores, sus dudas, y en fin, todo aquello que lo había llevado a escribir Guerra y Paz, La muerte de Iván Illich, Anna Karenina, y a sentenciar que “Para vivir honradamente hay que desgarrarse, confundirse, luchar, equivocarse, empezar y abandonar, y de nuevo empezar y de nuevo abandonar, y luchar eternamente y sufrir privaciones. La tranquilidad es una bajeza moral”, como se lo había dicho a su última hija, Alexandra Tolstoia, en los tiempos en los que decidió dejar a un lado lo mundano y fácil, los aplausos, la fama, sus novelas, que le parecían frívolas, y buscar algún tipo de paz, e incluso, de redención.
Cuando falleció y luego de las pomposas honras fúnebres, ‘Sasha’, como la llamaba, se encargó de proteger su legado literario y de luchar por sus ideas. Cada vez más su relación con su madre, Sofía Andreievna, era peor, y con la mayoría de sus hermanos casi ni se hablaba. Poco a poco se fue volviendo más “tolstoiana”. Menos mundana. En la Gran Guerra armó refugios para los soldados rusos heridos, y trabajó allí como organizadora, enfermera, confidente, lectora y escribiente. Luego, en la revolución del 17 y después, se alió con los “blancos” y colaboró con ellos en sus guerras contra los “rojos”. Fue encarcelada, perseguida, se opuso firmemente a Stalin y a sus subalternos, y huyó a Japón en el 29. De allí se fue a Estados Unidos, donde compró una hacienda al norte de Nueva York, “Reed Farm”, que convirtió en un inmenso centro de refugiados rusos en el que, entre tantos otros, pasaron Igor Stravinski y Vladimir Nabokov. Allí hablaba de Tolstoi, leía a Tolstoi y debatía sobre Tolstoi. A fin de cuentas, para ella la tranquilidad también era una bajeza moral.