Uno podría decir que en últimas es el resultado de un puñado de primeras veces, aunque casi nunca las recuerde. En mi caso, hablo del primer libro, del primer y mágico texto que leí, La Biblia, que era la verdad porque los libros eran la gran verdad y uno creía a ciegas lo que allí se decía, y hablo de la primera canción, “Ese toro enamorado de la una”, que me reveló la infinita grandeza del amor, de los animales y de la luna, por supuesto. Hablo del primer regaño, transcrito en planas de mil frases que comenzaban con “No debo…”, y del primer beso, a medias y a trompicones. Hablo de la primera película, “Sólo se vive dos veces”, del primer día de colegio y de los primeros pasos de huida que me llevaron a mis primeros escondites y a la liberadora sensación de estar lejos de todo lo que era obligatorio.
Hablo de las primeras lecciones, de cosas que alguien me dijo por decir cualquier cosa y terminaron marcando mi camino, como cuando pregunté por qué debía regalarle una canica a un compañero de clase y un profesor me respondió que debíamos amarnos los unos a los otros “como Dios nos ha amado”, aunque jamás me explicara cómo era que ese Dios nos había amado. Hablo de la primera vez que fui a un estadio de fútbol, El Campín, una noche de miércoles de un partido amistoso de Colombia contra Inglaterra, cuando vi, palpé, sentí, toqué y empecé a vivir ese mundo que había leído antes en revistas de fútbol y en las secciones de deportes de los periódicos, y hablo de que por el fútbol y con el fútbol, la vida a uno le cambia y lo lleva a conocer la condición humana, como más o menos escribió Albert Camus.
Hablo de mi primera mentira, una mentira tonta y de fútbol, también, sobre un penalti que había tapado en el último minuto de un partido crucial, y de la primera gran culpa, por mi culpa y mi gran culpa de haberle cambiado un saco nuevo a un vecino por dos carritos rojos de juguete, la mínima versión de unos que había visto en la cartelera del cine de mi barrio. Hablo de primeros viajes, de las primeras notas en rojo en el boletín de calificaciones del colegio, y de los primeros castigos los sábados en la mañana. Hablo del primer cigarrillo, del primer trago de aguardiente, de la primera borrachera, y más que nada, del recuerdo y las consecuencias del primer amor, por el que no hice más que buscar amores similares en todo el resto de amores que tuve en la vida.
Uno podría decir que en últimas es el resultado de un puñado de primeras veces, aunque casi nunca las recuerde. En mi caso, hablo del primer libro, del primer y mágico texto que leí, La Biblia, que era la verdad porque los libros eran la gran verdad y uno creía a ciegas lo que allí se decía, y hablo de la primera canción, “Ese toro enamorado de la una”, que me reveló la infinita grandeza del amor, de los animales y de la luna, por supuesto. Hablo del primer regaño, transcrito en planas de mil frases que comenzaban con “No debo…”, y del primer beso, a medias y a trompicones. Hablo de la primera película, “Sólo se vive dos veces”, del primer día de colegio y de los primeros pasos de huida que me llevaron a mis primeros escondites y a la liberadora sensación de estar lejos de todo lo que era obligatorio.
Hablo de las primeras lecciones, de cosas que alguien me dijo por decir cualquier cosa y terminaron marcando mi camino, como cuando pregunté por qué debía regalarle una canica a un compañero de clase y un profesor me respondió que debíamos amarnos los unos a los otros “como Dios nos ha amado”, aunque jamás me explicara cómo era que ese Dios nos había amado. Hablo de la primera vez que fui a un estadio de fútbol, El Campín, una noche de miércoles de un partido amistoso de Colombia contra Inglaterra, cuando vi, palpé, sentí, toqué y empecé a vivir ese mundo que había leído antes en revistas de fútbol y en las secciones de deportes de los periódicos, y hablo de que por el fútbol y con el fútbol, la vida a uno le cambia y lo lleva a conocer la condición humana, como más o menos escribió Albert Camus.
Hablo de mi primera mentira, una mentira tonta y de fútbol, también, sobre un penalti que había tapado en el último minuto de un partido crucial, y de la primera gran culpa, por mi culpa y mi gran culpa de haberle cambiado un saco nuevo a un vecino por dos carritos rojos de juguete, la mínima versión de unos que había visto en la cartelera del cine de mi barrio. Hablo de primeros viajes, de las primeras notas en rojo en el boletín de calificaciones del colegio, y de los primeros castigos los sábados en la mañana. Hablo del primer cigarrillo, del primer trago de aguardiente, de la primera borrachera, y más que nada, del recuerdo y las consecuencias del primer amor, por el que no hice más que buscar amores similares en todo el resto de amores que tuve en la vida.