Que los libros me desafíen. Que incluso, me metan miedo y se burlen de mi ignorancia. Que me destrocen, que me hagan verlos como un “obscuro objeto del deseo”, para recordar a Luis Buñuel, y que multipliquen todos mis deseos. Que me digan una y otra vez que no soy capaz de enfrentarlos, y que luego, una y otra vez, también, me obliguen a volver a leerlos pues lo que creí en un principio no era lo que el libro decía, y lo que decía no era lo que yo comprendí. Que me griten para sacarme de la modorra de las ventas y las compras y las lecturas rápidas y fáciles. Que me den bofetones para alejarme de los premiados y los galardones. Que me agarren del cuello y me hagan creer que la vida que hay en ellos es la vida, y que me dejen dudando sobre su realidad y la realidad de todos los días.
Que se hagan incomprensibles, pues mientras más incomprensibles, más necesidad tendré de leerlos. Que se escondan y jueguen con mis ansias de saber. Que me traspasen. Que sean lo más difíciles posible, para que una frase, o dos o tres, me lleven a hacerme y a hacer múltiples preguntas con otras tantas respuestas, y que esas respuestas cambien y se transformen y me transformen. Que me acuchillen y me hieran y me hagan ver lo simple que soy y que he sido. Que me tiren al piso y me pateen por haber creído tantas cosas simplemente porque me las dijeron, o porque una mayoría siempre falaz, siempre superficial, siempre cómoda, siempre mentirosa, se puso de acuerdo y me arrastró por ella y con ella y yo ni cuenta me di. Que me perturben y me inciten.
Que me mientan sin que yo me entere, que me mientan y me engañen y luego recojan las migajas de mi ingenuidad y me las arrojen a la cara. Que me deslumbren. Que por una frase, un diálogo, una imagen, me convenzan de que en un punto y después de ese punto la vida se acabó, o cambió definitivamente para no volver a ser nunca más lo que era, y de que con el punto final de cada uno de esos libros no se terminó nada, y menos, esos libros, sino que volvió a comenzar. Que los libros sean el eterno retorno que creó Nietzsche. Que jamás me den lo que alguna vez esperé que me dieran, y que me den lo que nunca pedí ni anhelé ni soñé. Que los libros me traspasen. Que después de ellos no quede casi nada de mí. Que sean el móvil de mis acciones y que me llenen de móviles, y que uno de esos móviles sea leerlos una y mil veces más.
Que los libros me desafíen. Que incluso, me metan miedo y se burlen de mi ignorancia. Que me destrocen, que me hagan verlos como un “obscuro objeto del deseo”, para recordar a Luis Buñuel, y que multipliquen todos mis deseos. Que me digan una y otra vez que no soy capaz de enfrentarlos, y que luego, una y otra vez, también, me obliguen a volver a leerlos pues lo que creí en un principio no era lo que el libro decía, y lo que decía no era lo que yo comprendí. Que me griten para sacarme de la modorra de las ventas y las compras y las lecturas rápidas y fáciles. Que me den bofetones para alejarme de los premiados y los galardones. Que me agarren del cuello y me hagan creer que la vida que hay en ellos es la vida, y que me dejen dudando sobre su realidad y la realidad de todos los días.
Que se hagan incomprensibles, pues mientras más incomprensibles, más necesidad tendré de leerlos. Que se escondan y jueguen con mis ansias de saber. Que me traspasen. Que sean lo más difíciles posible, para que una frase, o dos o tres, me lleven a hacerme y a hacer múltiples preguntas con otras tantas respuestas, y que esas respuestas cambien y se transformen y me transformen. Que me acuchillen y me hieran y me hagan ver lo simple que soy y que he sido. Que me tiren al piso y me pateen por haber creído tantas cosas simplemente porque me las dijeron, o porque una mayoría siempre falaz, siempre superficial, siempre cómoda, siempre mentirosa, se puso de acuerdo y me arrastró por ella y con ella y yo ni cuenta me di. Que me perturben y me inciten.
Que me mientan sin que yo me entere, que me mientan y me engañen y luego recojan las migajas de mi ingenuidad y me las arrojen a la cara. Que me deslumbren. Que por una frase, un diálogo, una imagen, me convenzan de que en un punto y después de ese punto la vida se acabó, o cambió definitivamente para no volver a ser nunca más lo que era, y de que con el punto final de cada uno de esos libros no se terminó nada, y menos, esos libros, sino que volvió a comenzar. Que los libros sean el eterno retorno que creó Nietzsche. Que jamás me den lo que alguna vez esperé que me dieran, y que me den lo que nunca pedí ni anhelé ni soñé. Que los libros me traspasen. Que después de ellos no quede casi nada de mí. Que sean el móvil de mis acciones y que me llenen de móviles, y que uno de esos móviles sea leerlos una y mil veces más.