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Un callejón repleto de bolsas de basura, de botellas de trago y restos de cigarro en el que nadie podía distinguir a nadie, y la noche, que se había metido entre la gente y sus cosas y en la vida y los postreros pasos y recuerdos de Edgar Allan Poe, “vencido por el delirium tremens, ese terrible visitante que había atacado ya su cerebro una o dos veces”, como escribió años más tarde Charles Baudelaire. Las últimas horas del domingo 7 de octubre de 1849 fueron también las horas finales de Poe, que había llegado a Baltimore desde Virginia el día anterior, cada vez más convencido de que el fin de la poesía era ella misma, como lo había dicho en Richmond durante una conferencia sobre poetas, poemas y poesía.
La larga noche de su muerte, que fue noche y agonía y síntesis de su vida, comenzó con unos tragos en una taberna cualquiera y una conversación repleta de viejas historias y antiguos personajes con algunos conocidos, amigos tal vez, y con otros no tan conocidos ni tan amigos. Pidió un trago, “un excitante cualquiera”, en palabras de Baudelaire, y habló de lo bello, de lo digno, de la sinceridad, de sus poemas y sus cuentos, que eran cuentos y eran su venganza contra aquella humanidad a la que había definido como “un tropel de miserables”, y contra aquella nación, los Estados Unidos, a la que había catalogado como “un pueblo sin aristocracia donde el culto de lo bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer”.
Afirmó, como tantas otras veces, que era incapaz de vivir sin sentir la emoción de escribir y de crear, y que aquellas sensaciones lo habían llevado al alcohol y al delirio. Dijo y dijeron quienes lo oyeron que se sentía solo, pero que su soledad no tenía nada que ver con que hubiera o no gente a su alrededor, sino con que realmente él no podía aprehender al otro, a los otros, como lo hacía de vez en cuando con sus personajes. Quizás en el fondo sentía y pensaba que únicamente él y algunos de esos personajes eran capaces de vivir “al lado del desapego por las ambiciones”, como solía repetir y como lo escribió en “El dominio de Arnhaim”, y de ir siempre en busca de lo Bello y con lo Bello como la última dignidad de ser humanos.