Los nombres, disfraz y marca registrada
Fernando Araújo Vélez
Recordada E,
Si es un asunto de verdades, le confesaré que cada vez que le escribo siento que soy una persona distinta, que es otro el que escribe, y para ese otro la carta es lo que importa. Lo que diga ahí, e incluso lo que no diga, va y debe ir más allá de mí y de usted, remitente y destinatario. Debe trascendernos, ser una pequeña obra, porque en últimas, si nos atrevemos a ser descarnados, acá no importamos ni usted ni yo, simples pretextos para que unas cuantas hojas de papel sean escritas, revisadas, enviadas, leídas, respondidas si acaso, y después, quizás, hechas pedacitos y ceniza, o en el mejor de los casos, sumadas a una casi infinita colección de cartas, postales, estampillas, sobres y todo ese tipo de cosas con tanto sabor a pasado.
Eso, usted y yo somos simples pretextos para que surjan unas cuantas líneas de palabras que cuenten una o varias historias, y en las historias poco interesa que los hechos hayan ocurrido, o que hayan ocurrido como las escribimos. Si son mentira pero las creemos, formidable. Si son verdad pero les hacen falta unas cuantas mentiras para que sean interesantes, maravilloso. Me dirá que hay mucho de vanidad en esta postura, y hay tanta, pero tanta y tan profunda vanidad, que mi propuesta nos elimina como protagonistas-hacedores-escribientes, para potenciarnos como inmortales personajes que a través de acciones y pensamientos van dando testimonio de una época, de una sociedad, de unos lugares y unas maneras de ser.
Es más, por mí, que no haya firmas al final de nada, y que ojalá esta postura se prolongara a alguno que otro libro y tratáramos de ser en un uno por ciento al menos como Sócrates, o como Diógenes, aquel que siempre estaba en busca de un humano sin máscaras. No firmar. Que nuestras palabras sean las que cuenten, y que nuestros cuentos sean los que interesen. No firmar, porque si lo vemos bien, la firma y el nombre con todos los pomposos apellidos que queramos, o sin pompa ni brillo, son una máscara, un disfraz. De los nombres, diría yo, empiezan a surgir los prejuicios, hasta que llega el día en que queremos leer algo no por ese algo sino por el nombre que va detrás, pues hace tiempo, ya ve, los nombres con sus apellidos se volvieron una marca, y en unos casos, una marca registrada.
Cordialmente, F.
Recordada E,
Si es un asunto de verdades, le confesaré que cada vez que le escribo siento que soy una persona distinta, que es otro el que escribe, y para ese otro la carta es lo que importa. Lo que diga ahí, e incluso lo que no diga, va y debe ir más allá de mí y de usted, remitente y destinatario. Debe trascendernos, ser una pequeña obra, porque en últimas, si nos atrevemos a ser descarnados, acá no importamos ni usted ni yo, simples pretextos para que unas cuantas hojas de papel sean escritas, revisadas, enviadas, leídas, respondidas si acaso, y después, quizás, hechas pedacitos y ceniza, o en el mejor de los casos, sumadas a una casi infinita colección de cartas, postales, estampillas, sobres y todo ese tipo de cosas con tanto sabor a pasado.
Eso, usted y yo somos simples pretextos para que surjan unas cuantas líneas de palabras que cuenten una o varias historias, y en las historias poco interesa que los hechos hayan ocurrido, o que hayan ocurrido como las escribimos. Si son mentira pero las creemos, formidable. Si son verdad pero les hacen falta unas cuantas mentiras para que sean interesantes, maravilloso. Me dirá que hay mucho de vanidad en esta postura, y hay tanta, pero tanta y tan profunda vanidad, que mi propuesta nos elimina como protagonistas-hacedores-escribientes, para potenciarnos como inmortales personajes que a través de acciones y pensamientos van dando testimonio de una época, de una sociedad, de unos lugares y unas maneras de ser.
Es más, por mí, que no haya firmas al final de nada, y que ojalá esta postura se prolongara a alguno que otro libro y tratáramos de ser en un uno por ciento al menos como Sócrates, o como Diógenes, aquel que siempre estaba en busca de un humano sin máscaras. No firmar. Que nuestras palabras sean las que cuenten, y que nuestros cuentos sean los que interesen. No firmar, porque si lo vemos bien, la firma y el nombre con todos los pomposos apellidos que queramos, o sin pompa ni brillo, son una máscara, un disfraz. De los nombres, diría yo, empiezan a surgir los prejuicios, hasta que llega el día en que queremos leer algo no por ese algo sino por el nombre que va detrás, pues hace tiempo, ya ve, los nombres con sus apellidos se volvieron una marca, y en unos casos, una marca registrada.
Cordialmente, F.