Somos números, nada más que números.
Nos miden por nuestros números en un sistema que cada día se fue acostumbrando más a las medidas, y si no producimos varias cifras, no existimos. Los números nos persiguen y agobian, nos sepultan y nos determinan. Por una cifra en el banco, porque ya no puedes existir si no tienes una cuenta en un banco, eres de oro, de platino o del común. Por una cifra en el club de cualquier cosa obtienes descuentos sobre cualquier otra cosa que no necesitas, pero sumas. Sumas puntos, millas, kilómetros, sonrisas, gotas de agua. Sumas y sumas porque eres un número, y como número debes multiplicarte. Mientras más números acumules, mientras mayor sea la cifra, más persona eres.
Somos números desde que nacemos. El registro de nacimiento, el civil, luego la cédula. Una tarjeta de plástico con tu foto en lugar de ocho dígitos tatuados en el brazo, como en Auschwitz. Lo mismo, en esencia. Luego, en la escuela, te califican con números. Por una décima más te hacen creer que eres superior a otro. Como si eso importara, además. No importa, en realidad no importa, pero te convencen de que sí. De que éste o aquél son “menos personas”, inferiores, porque no llegaron al tres, y porque fuera de eso viven en la calle 2 y son estrato 1, y además, sus padres no tienen cuentas millonarias. Todo números, todo cuantificable, nada cualificable. En kínder ya estás inmerso en el sistema de la competencia.
Cuando juegas, tienes que ganar. Anotar un número más que el otro, como mínimo. Saltar un milímetro más, correr una centésima de segundo menos. Un número, una cifra, determina que eres “mejor”. Luego, del juego pasas a los asuntos serios, a lo importante, como te repiten en la casa. Más notas, calificaciones que un ser que es Dios, y se cree Dios, da. Otorga, como gran favor. La información básica diría más o menos así: el número 567 de la escuela 23, con tarjeta de identidad 67.876.432, obtuvo un 3,6 de promedio y quedó ubicado en el puesto 17. Eres el 567-67.876.432, estás calificado con 3,6 y te encuentras por debajo de 16, que sirven más que tú, que son mejores que tú.
El sistema, esta enorme maquinaria que unos pocos crearon para preservar su poder, ha concluido que de tu curso, 16 seres humanos son más que tú. Más, y mejores, ha sentenciado. Ha dictaminado. No podían ser sencillamente distintos, y ya. No. Ser distinto no sirve. Sirve la competencia, hija predilecta del capitalismo. Sirve la victoria, sirve el éxito, aunque sean mentira, disfraces para ocultar las derrotas que todos cargamos. Sirve decirle a otro “eres un perdedor, un fracasado”, aunque nadie sepa en el fondo qué es perder o qué es fracasar. Aunque nadie sepa cuántas derrotas más necesitaremos para terminar de acabarnos.
Somos números, nada más que números.
Nos miden por nuestros números en un sistema que cada día se fue acostumbrando más a las medidas, y si no producimos varias cifras, no existimos. Los números nos persiguen y agobian, nos sepultan y nos determinan. Por una cifra en el banco, porque ya no puedes existir si no tienes una cuenta en un banco, eres de oro, de platino o del común. Por una cifra en el club de cualquier cosa obtienes descuentos sobre cualquier otra cosa que no necesitas, pero sumas. Sumas puntos, millas, kilómetros, sonrisas, gotas de agua. Sumas y sumas porque eres un número, y como número debes multiplicarte. Mientras más números acumules, mientras mayor sea la cifra, más persona eres.
Somos números desde que nacemos. El registro de nacimiento, el civil, luego la cédula. Una tarjeta de plástico con tu foto en lugar de ocho dígitos tatuados en el brazo, como en Auschwitz. Lo mismo, en esencia. Luego, en la escuela, te califican con números. Por una décima más te hacen creer que eres superior a otro. Como si eso importara, además. No importa, en realidad no importa, pero te convencen de que sí. De que éste o aquél son “menos personas”, inferiores, porque no llegaron al tres, y porque fuera de eso viven en la calle 2 y son estrato 1, y además, sus padres no tienen cuentas millonarias. Todo números, todo cuantificable, nada cualificable. En kínder ya estás inmerso en el sistema de la competencia.
Cuando juegas, tienes que ganar. Anotar un número más que el otro, como mínimo. Saltar un milímetro más, correr una centésima de segundo menos. Un número, una cifra, determina que eres “mejor”. Luego, del juego pasas a los asuntos serios, a lo importante, como te repiten en la casa. Más notas, calificaciones que un ser que es Dios, y se cree Dios, da. Otorga, como gran favor. La información básica diría más o menos así: el número 567 de la escuela 23, con tarjeta de identidad 67.876.432, obtuvo un 3,6 de promedio y quedó ubicado en el puesto 17. Eres el 567-67.876.432, estás calificado con 3,6 y te encuentras por debajo de 16, que sirven más que tú, que son mejores que tú.
El sistema, esta enorme maquinaria que unos pocos crearon para preservar su poder, ha concluido que de tu curso, 16 seres humanos son más que tú. Más, y mejores, ha sentenciado. Ha dictaminado. No podían ser sencillamente distintos, y ya. No. Ser distinto no sirve. Sirve la competencia, hija predilecta del capitalismo. Sirve la victoria, sirve el éxito, aunque sean mentira, disfraces para ocultar las derrotas que todos cargamos. Sirve decirle a otro “eres un perdedor, un fracasado”, aunque nadie sepa en el fondo qué es perder o qué es fracasar. Aunque nadie sepa cuántas derrotas más necesitaremos para terminar de acabarnos.