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Julio Cortázar recordaba a menudo que nació en Bruselas por una casualidad de trabajos diplomáticos de su padre, y que cuando llegó a Buenos Aires, a los cuatro años, en el año 19 del siglo XX, hablaba más en francés que en español, y nunca se pudo sacar la pronunciación de la rrrrrr corrida, que repetía todas las mañanas cuando salía desde su casa en el suburbio de Banfield hacia la escuela, y brincaba y corría por las aceras en un camino que él había diseñado y que le daba o le quitaba suerte. Al final, su buen o mal día terminaba dependiendo de que él lograra dar un salto y caer en su piedra favorita o no. Entonces, sus erres eran más o eran menos pronunciadas, y sus juegos, más o menos emocionantes. De aquellos laberintos que él inventaba y de sus brincos en una pierna o en dos surgió el título de Rayuela, una novela que en el fondo fue una larga errrre compuesta de infinidad de juegos.
Él mismo explicó 20 años después de que Rayuela se publicara a comienzos de los 60 que la gran locura de aquella novela se le había ocurrido jugando. Pese a que los críticos se habían inventado un montón de teorías sobre por qué y cómo y para qué, él había decidido presentar su libro con dos lecturas distintas y un orden casi que aleatorio. Una tarde, Cortázar se fue a la casa de un amigo, Eduardo Jonquières, y tiró en el piso todos los capítulos que había escrito, cada uno abrochado con un gancho. “Y empecé a pasearme por entre los capítulos dejando pequeñas calles y dejándome llevar por líneas de fuerza: allí donde el final de un capítulo enlazaba bien con un fragmento que era por ejemplo un poema de Octavio Paz, inmediatamente le ponía un par de números y los iba enlazando, armando un paquete que prácticamente no modifiqué”.
El azar lo ayudó y él permitió que el azar siguiera delineando su destino, entre la vida y sus textos. A fin de cuentas, siempre se mostró más partidario de las excepciones que de las reglas, y creía que a veces las grandes soluciones llegaban por un salto, una intuición, la suerte o la casualidad. Más de una vez puso de ejemplo a los orientales, que habían hecho caso omiso del método en asuntos como la muerte y se habían liberado de ella, “lo que nosotros buscamos discursivamente, filosóficamente, se resuelve para el oriental en una especie de salto”. Él había dado saltos desde niño, en sus rayuelas mentales o con los gatos, perros, loros y tortugas que vivían en su casa, y después, tocando el piano o una trompeta, cantando y jugando a ser “El perseguidor” de su cuento, y escribiendo, “para saltar fuera del tiempo, desde luego en un plano que no sería el de la vida cotidiana”.