De alguna manera y en el fondo, uno ama porque se odia y no puede soportarse, y luego, pasado el amor, o eso que hemos convenido en llamar amor, uno vuelve a odiarse y a odiar. Amamos, o creemos amar, más allá del deseo y las “mariposas en el estómago”, porque buscamos en alguien, o en muchos, lo que no encontramos en nosotros. Ciegos, dependientes, vanidosos y eternamente carentes, firmamos con el otro un pacto latente de mutua aprobación, y en la mayoría de los casos, de un creciente y empalagoso elogio de ida y vuelta que con el tiempo se transforma en un mutuo desprecio. “Tú eres lo más inteligente y bello del mundo”, decimos, convencidos de nuestras palabras.
Luego, del desprecio pasamos a la culpa porque en un momento dijimos lo que pensábamos, o porque nos desbordamos a punta de tragos y algo más. Entonces nos detestarnos. Nos hundimos más y más en un infinito enredo de culpas, lástimas, heridas, deseos, recuerdos, anhelos y etc, hasta que terminamos compadeciéndonos, y más tarde, mucho más tarde, aliviándonos con la idea de que solo nuestro ser amado podrá sacarnos de ese inmenso y turbulento hueco negro. Retornamos a él. Sin darnos cuenta, caemos en la insensatez de necesitarlo, tal vez porque se encargó de volverse necesario una y otra y otra vez con sus interminables favores, regalos, halagos y demás.
Así, favor tras favor y rosa tras rosa, le vamos dando todo el poder del universo sobre nosotros, y nosotros también empezamos a jugar a ser necesarios. En ese juego, nos convertimos en esclavos y mendigos del dar y recibir, y a esa dependencia con todas sus consecuencias, lo llamamos amor. Jamás nos detenemos a pensar que esa podría ser nuestra futura condena, en gran medida, porque ya estamos contaminados de los falsos dar y de los falsos amores que nos venden en algunas películas, en canciones y libros y publicaciones varias. Cuando todo termina nos sentimos morir, por supuesto: le hemos dado la vida a quien llamábamos vida.
De alguna manera y en el fondo, uno ama porque se odia y no puede soportarse, y luego, pasado el amor, o eso que hemos convenido en llamar amor, uno vuelve a odiarse y a odiar. Amamos, o creemos amar, más allá del deseo y las “mariposas en el estómago”, porque buscamos en alguien, o en muchos, lo que no encontramos en nosotros. Ciegos, dependientes, vanidosos y eternamente carentes, firmamos con el otro un pacto latente de mutua aprobación, y en la mayoría de los casos, de un creciente y empalagoso elogio de ida y vuelta que con el tiempo se transforma en un mutuo desprecio. “Tú eres lo más inteligente y bello del mundo”, decimos, convencidos de nuestras palabras.
Luego, del desprecio pasamos a la culpa porque en un momento dijimos lo que pensábamos, o porque nos desbordamos a punta de tragos y algo más. Entonces nos detestarnos. Nos hundimos más y más en un infinito enredo de culpas, lástimas, heridas, deseos, recuerdos, anhelos y etc, hasta que terminamos compadeciéndonos, y más tarde, mucho más tarde, aliviándonos con la idea de que solo nuestro ser amado podrá sacarnos de ese inmenso y turbulento hueco negro. Retornamos a él. Sin darnos cuenta, caemos en la insensatez de necesitarlo, tal vez porque se encargó de volverse necesario una y otra y otra vez con sus interminables favores, regalos, halagos y demás.
Así, favor tras favor y rosa tras rosa, le vamos dando todo el poder del universo sobre nosotros, y nosotros también empezamos a jugar a ser necesarios. En ese juego, nos convertimos en esclavos y mendigos del dar y recibir, y a esa dependencia con todas sus consecuencias, lo llamamos amor. Jamás nos detenemos a pensar que esa podría ser nuestra futura condena, en gran medida, porque ya estamos contaminados de los falsos dar y de los falsos amores que nos venden en algunas películas, en canciones y libros y publicaciones varias. Cuando todo termina nos sentimos morir, por supuesto: le hemos dado la vida a quien llamábamos vida.