Muchas de las cosas que no entendí en la vida fueron las que me llevaron a buscar, a escudriñar, a rasgar, a preguntarme y a medio responder y a seguirme respondiendo a medias por años y años, y surgieron de cualquier lado, de una canción o de un libro, de una revista gastada o de una conversación, de una película o incluso de mi imaginación, pero surgieron porque las estuve buscando, estaban por allí y yo las pude desentrañar, rescatar. Las percibí, las vislumbré y las vi, no eran ni fueron obra de la magia y todas las magias. Surgieron porque desde que recuerdo y me recuerdo he permanecido en estado de escribir, he vivido en estado de escribir, siempre en busca de una imagen, de una frase, de una melodía, de algo que me estremeciera, o sencillamente, en busca de algo que no entendiera.
Le sugerimos leer otra de las columnas de Fernando Araújo Vélez: Volver
Todas las veces que no entendí algo fueron ocasiones en las que decidí comprender. Cada dificultad fue la gran oportunidad de empezar una búsqueda, porque si alguien había escrito, por ejemplo, “y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad”, ese alguien había comprendido algo que yo podría entender, y que por fin entendí en alguna medida muchos, muchos años más tarde. Si otro alguien había dicho que el mundo era un infierno habitado por almas atormentadas y demonios, en algún lugar tendrían que estar ese infierno, las almas atormentadas y los demonios y todas sus relaciones, y que un alguien más hubiera sentenciado que no deberíamos hablar a menos de que pudiéramos mejorar el silencio me llevó a valorar el silencio y la palabra como no lo había hecho jamás.
De una u otra manera, con los años he llegado a darme cuenta de que las dificultades me hicieron prendarme de lo difícil y de la palabra difícil. Ante cada barrera, me sentí como si estuviera resolviendo la más compleja de las ecuaciones. Si jugaba, quería que las apuestas estuvieran en mi contra y vencer a los favoritos, y en el juego del amor acabé por inclinarme hacia los amores imposibles. Me volví uno más, o uno de los pocos que llevaban consigo y releían El elogio de la dificultad, de Estanislao Zuleta. Repetí una y mil veces que “en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada, de las reconciliaciones totales, de las soluciones definitivas”, y así me convencí de que la seguridad, la meta, la concreción, lo fácilmente comprensible y todas las felicidades definitivas eran morir un poco.
Muchas de las cosas que no entendí en la vida fueron las que me llevaron a buscar, a escudriñar, a rasgar, a preguntarme y a medio responder y a seguirme respondiendo a medias por años y años, y surgieron de cualquier lado, de una canción o de un libro, de una revista gastada o de una conversación, de una película o incluso de mi imaginación, pero surgieron porque las estuve buscando, estaban por allí y yo las pude desentrañar, rescatar. Las percibí, las vislumbré y las vi, no eran ni fueron obra de la magia y todas las magias. Surgieron porque desde que recuerdo y me recuerdo he permanecido en estado de escribir, he vivido en estado de escribir, siempre en busca de una imagen, de una frase, de una melodía, de algo que me estremeciera, o sencillamente, en busca de algo que no entendiera.
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Todas las veces que no entendí algo fueron ocasiones en las que decidí comprender. Cada dificultad fue la gran oportunidad de empezar una búsqueda, porque si alguien había escrito, por ejemplo, “y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad”, ese alguien había comprendido algo que yo podría entender, y que por fin entendí en alguna medida muchos, muchos años más tarde. Si otro alguien había dicho que el mundo era un infierno habitado por almas atormentadas y demonios, en algún lugar tendrían que estar ese infierno, las almas atormentadas y los demonios y todas sus relaciones, y que un alguien más hubiera sentenciado que no deberíamos hablar a menos de que pudiéramos mejorar el silencio me llevó a valorar el silencio y la palabra como no lo había hecho jamás.
De una u otra manera, con los años he llegado a darme cuenta de que las dificultades me hicieron prendarme de lo difícil y de la palabra difícil. Ante cada barrera, me sentí como si estuviera resolviendo la más compleja de las ecuaciones. Si jugaba, quería que las apuestas estuvieran en mi contra y vencer a los favoritos, y en el juego del amor acabé por inclinarme hacia los amores imposibles. Me volví uno más, o uno de los pocos que llevaban consigo y releían El elogio de la dificultad, de Estanislao Zuleta. Repetí una y mil veces que “en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada, de las reconciliaciones totales, de las soluciones definitivas”, y así me convencí de que la seguridad, la meta, la concreción, lo fácilmente comprensible y todas las felicidades definitivas eran morir un poco.