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Somos naturaleza y también, parte de la naturaleza, aunque a veces queramos convencernos de que las leyes naturales solo existen para las plantas, los animales, los vientos, las estrellas, la tierra, las rocas y los ríos y los océanos. Somos naturaleza, ni más ni menos que eso. En muchas ocasiones, naturaleza muerta, y en otras, en muchísimas otras, demasiadas, naturaleza sangre, como cantaba Fito Páez. Nacemos, crecemos y morimos. Vivimos en un tiempo, y como naturaleza, tenemos un tiempo para todo, pese a que muy a menudo se nos olvida y forzamos inútilmente nuestro tiempo, nuestro ‘tempo’, para crecer más rápido, para vivir más de prisa, para tener más de lo que requerimos.
Somos naturaleza. Pensamos y hacemos porque fuimos evolucionando naturalmente, en parte para defendernos de otras naturalezas, en parte para tratar de comprender y captar la belleza de lo natural, y en una parte más, para intentar crearla de nuevo con palabras, con líneas y colores, con sonidos y silencios. Somos naturalmente sensibles, o sensibles por naturaleza, como cada quien prefiera decirlo y comprenderlo, aunque hayamos pretendido potenciar esa sensibilidad a fuerza de comerciales, de promociones, películas y canciones, y muy a pesar de que los políticos de las nuevas modas y sus cómplices sólo piensen en exacerbar nuestros sentidos para obtener votos.
Somos naturaleza. Únicos e irrepetibles. Perfectos como naturaleza, como especie, más allá de que por nuestra perfección, y con ella, nos hayamos destruido en tantas ocasiones y en tantos lugares. Tenemos la naturaleza de ser realistas y tocar la realidad con nuestros sentidos, o abstraerla y volverla un sinfín de ecuaciones, o ser fantásticos y crear fantasías, y así, honrar a aquellos de nuestros antepasados que hace miles de años se inventaron los primeros signos, fueran dibujos o pinturas o simples señas, y con ellos nos abrieron el camino para plasmar lo que ocurría, lo que querían que ocurriera y lo que imaginaban. Lo que soñaban.

Por Fernando Araújo Vélez
