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Octavio Paz fue revolucionario, o por lo menos fue revolucionario de ideas, y se sentó a la mesa una y mil veces para escuchar hablar a su abuelo de Benito Juárez y de Porfirio Díaz, de los zuavos y los plateados, y a su padre, de Francisco Villa y de Emiliano Zapata y de los Flores Magón, y el mantel, como escribió, siempre olía a pólvora, mientras él se quedaba en silencio, “¿De quién podría hablar?” Con el tiempo fue más revolucionario. Creyó en la Revolución de Octubre, en el proletariado, en los bolcheviques, en algunos postulados de Marx, y en Lenin y en Trotski, y escribió que la revolución era “la única puerta de salida del impasse de nuestro siglo”, pero luego supo. Luego conoció. Luego comprendió.
En 1937 viajó a España en plena guerra civil para saber de primera mano lo que ocurría y allí conoció a Rafael Alberti, a Pablo Neruda, a Nicolás Guillén, y al hablar con los españoles de a pie, e incluso de a pie y fusiles, comprendió que la palabra fraternidad no era menos preciosa que la palabra libertad, y dijo: “España me enseñó el significado de la palabra fraternidad”. Quiso alistarse en el ejército republicano como comisario político, pero le pidieron papeles y sellos y lo atribularon con vueltas y diligencias los mismos combatientes a los que quería unirse, hasta que desistió de que lo trataran como un traidor, y un amigo, Julio Álvarez del Vayo, lo convenció de que él podía ser más útil con una máquina de escribir que con una metralleta.
Cuando regresó a su país, el odio de los estalinistas hacia Lev Trotski, que llevaba años huyendo de Stalin y se había asilado en México, ya estaba asentado y se había difundido hasta en las más pequeñas células comunistas. Lo acusaban de haberse aliado con Hitler, de ser una carta del capitalismo, de haber renegado de sus preceptos, y a Paz, de defenderlo. El 24 de mayo de 1940, un grupo de más de 20 pistoleros dirigidos por David Alfaro Siqueiros reventó la casa de Trotski a punta de pistola y metralla, pero fracasó. Paz había conocido a Siqueiros en España. “Pronto simpatizamos”, confesó. Luego del atentado dijo en voz baja que no entendía las razones de su acto, como tampoco a algunos de sus amigos, como el escritor Juan de la Cabada, que ocultó las armas del ataque y se refugió después en Chile con la ayuda de Neruda. Escribió que se sentía solo, “inerme intelectual y moralmente”.
Así, solo, dolido, tres meses más tarde se enteró del asesinato de Trotski a manos de un español, Ramón Mercader, mientras trabajaba como contador de billetes inservibles en el Banco de México. “Lógica vil de la bestia humana: el asesino lo hirió en la cabeza, allí donde residía su fuerza”, dijo entonces, y entonces escribió que ya no tenía más dudas.
