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Durante muchos años, el cero para mí fue el paso inmediatamente anterior al infierno, y en ocasiones, el infierno mismo. Fracaso y condena, tragedia y dolor, vacío y no futuro, pánico, suplicio, pesadilla y ahogo, cada cero que recibí en la escuela, fuera justo o no, y fuera justo o no que me calificaran, fue morir un poco, como fue morir un poco tener cero pesos, o terminar un partido de fútbol en cero, o quedar en ceros en algún juego de naipes, o escuchar del cartero del colegio las fatídicas palabras “cero cartas”, cuando llegaba cargado de sobres y más sobres que iba repartiendo a cada uno de mis compañeros de clase. Fue morir un poco, luego y con varios años de más, pararme cada seis meses ante las carteleras de la universidad y ver mi nombre seguido de varios números en rojo, que no eran ceros, pero cumplían la misma misión y provocaban la misma sensación de exclusión expulsión en mí.
Mi lista de ceros fue, ha sido y seguirá siendo muy larga. Sin embargo, pese a mis innumerables pequeñas muertes, todos aquellos viejos ceros me fueron formando, los de la escuela y los del fútbol y la universidad, y después, los del trabajo y la vida, que eran ceros aunque no quedaran consignados como ceros en una libreta de notas o en un papel pegado en los muros de un pasillo. Unos más, unos un poco menos, me enseñaron a soportar la derrota y el dolor de las derrotas, la caída, el preludio del infierno, unas cuantas llamas de ese infierno, y me llevaron luego a concluir que yo era la suma de mis ceros, algo así como antes del cero y después del cero. Cada cero que recibí fue decidido por alguien que tuvo sus razones para calificarme. Un profesor, alguien de mi familia, un jefe. En últimas, una autoridad. Ninguno fue por asuntos personales, eso lo entendí con el tiempo. Mis ceros fueron definidos por ellos, quienes a su vez definieron parte de mi vida y algunas partes de otras vidas, ni más ni menos.
Cero tras cero, me convertí en la suma de mis ceros, sí, una suma que muy a pesar de los matemáticos y la ciencia, no arrojó un inmenso cero como resultado. Tal vez, en alguna que otra ocasión, nos dio uno o dos ceros a la izquierda, pero no más que eso. Cero más cero más cero no siempre fue cero, para recordar alguna canción de Joaquín Sabina. A fin de cuentas, de milenarias e históricas cuentas, el cero no siempre existió. Es más, se lo inventaron presumiblemente en la India durante algún momento del siglo VII, y apenas varios años después se hizo ley, doctrina o mandamiento aquello del Año 0, con sus respectivos Antes y Después de Cristo.