Fue por el fútbol que aprendí a jugar y a pensar en equipo, a matarme por el otro aunque lo acabara de conocer y solo supiera su nombre, y a celebrar un gol, sudor contra sudor, y grito a grito con unos compañeros, así me hubiera parecido en un principio que eran enemigos mortales. Fue en canchas de barro y de barrio o de tierra que comprendí que el triunfo de mis compañeros era mi triunfo, y que mis reveses eran los de ellos, que mis errores afectaban al todo, y que el todo me incluía a mí, y fue por el fútbol que aguanté tantos lunes y martes de colegio, de universidad, de trabajo y hastío y de miseria y de hambre porque sabía que el miércoles en la tarde iba a jugar y en la noche iba a ir al estadio. Fue por una pelota que aprendí a ganar y a perder, aunque me muriera de ganas de gritarle un gol en la cara a ciertos rivales, y muy a pesar de que rumiara mis derrotas durante noches y semanas, hasta la derrota siguiente.
Fue por el fútbol que empecé a conocer a la gente, no porque este o aquella jugaran muy bien o muy mal, sino por sus actitudes en la cancha, por su predisposición ante las adversidades o por sus deseos de lucirse, y a fuerza de gambetas truncas, de patadas, caídas y levantadas supe quién era peligroso en la vida real, quién era adepto a la trampa y cruzaba los jardines por la mitad del prado, pisando todas las flores con tal de ganar, y quién jugaba para sí mismo, o quién era solidario, o generoso o sacrificado, y fue por el fútbol que comprendí lo valiosos que son los espacios, lo trascendental que puede llegar a ser el orden y lo decisiva que es la disciplina. Fue por el fútbol que descubrí la bondad de la paciencia, tanto en el ensayo y la práctica como en el juego, y fue también por el fútbol que entendí el valor de las pausas en la vida, la trascendencia de parar una pelota y mirar, observar, analizar y decidir.
Fue por el fútbol que aprendí que la velocidad no es correr más rápido, sino llegar una milésima de segundo antes, y fue por el fútbol que llegué a la soberana conclusión de que no hay “talentos” sino trabajo, hábitos, disciplina, cuidado, inteligencia y volver a empezar una y mil veces más. Fue por el fútbol que caí en cuenta de que cada quien, si lo quiere buscar, puede encontrar en torno a una pelota una infinita suma de “para qués” en la vida, y tejer a su alrededor decenas de relaciones de todo tipo, de amistades y enemistades, de proyectos, lecciones, mentiras. Fue por el fútbol que me convencí de que mientras más diversos, distintos y unidos seamos, más terreno podremos abarcar, que es como decir, mayores opciones podremos encontrar y trabajar, y fue allí que vi cuánto de inútil es ser idéntico al otro, pues para dos iguales, como decía un amigo que conocí jugando a la pelota, uno sobra.
Fue por el fútbol que terminé de aprender a leer para saber un poco más sobre lo que era aquel misterioso y maravilloso mundo, y luego, fue también por un balón y sus infinitas posibilidades y rumbos que comencé a escribir cuentos, o crónicas o como se llamara aquello. Fue por el fútbol que viajé, que viví las eternas revanchas que me ofrecían mis innumerables derrotas, que entendí que esas derrotas no eran culpa de un árbitro, del campo, del balón o de un trueno, y en definitiva, que el fútbol era como la vida, y que si afrontaba la vida como el fútbol podría decir al final que mi partido contra ella por lo menos iba 0 por 0.
Fue por el fútbol que aprendí a jugar y a pensar en equipo, a matarme por el otro aunque lo acabara de conocer y solo supiera su nombre, y a celebrar un gol, sudor contra sudor, y grito a grito con unos compañeros, así me hubiera parecido en un principio que eran enemigos mortales. Fue en canchas de barro y de barrio o de tierra que comprendí que el triunfo de mis compañeros era mi triunfo, y que mis reveses eran los de ellos, que mis errores afectaban al todo, y que el todo me incluía a mí, y fue por el fútbol que aguanté tantos lunes y martes de colegio, de universidad, de trabajo y hastío y de miseria y de hambre porque sabía que el miércoles en la tarde iba a jugar y en la noche iba a ir al estadio. Fue por una pelota que aprendí a ganar y a perder, aunque me muriera de ganas de gritarle un gol en la cara a ciertos rivales, y muy a pesar de que rumiara mis derrotas durante noches y semanas, hasta la derrota siguiente.
Fue por el fútbol que empecé a conocer a la gente, no porque este o aquella jugaran muy bien o muy mal, sino por sus actitudes en la cancha, por su predisposición ante las adversidades o por sus deseos de lucirse, y a fuerza de gambetas truncas, de patadas, caídas y levantadas supe quién era peligroso en la vida real, quién era adepto a la trampa y cruzaba los jardines por la mitad del prado, pisando todas las flores con tal de ganar, y quién jugaba para sí mismo, o quién era solidario, o generoso o sacrificado, y fue por el fútbol que comprendí lo valiosos que son los espacios, lo trascendental que puede llegar a ser el orden y lo decisiva que es la disciplina. Fue por el fútbol que descubrí la bondad de la paciencia, tanto en el ensayo y la práctica como en el juego, y fue también por el fútbol que entendí el valor de las pausas en la vida, la trascendencia de parar una pelota y mirar, observar, analizar y decidir.
Fue por el fútbol que aprendí que la velocidad no es correr más rápido, sino llegar una milésima de segundo antes, y fue por el fútbol que llegué a la soberana conclusión de que no hay “talentos” sino trabajo, hábitos, disciplina, cuidado, inteligencia y volver a empezar una y mil veces más. Fue por el fútbol que caí en cuenta de que cada quien, si lo quiere buscar, puede encontrar en torno a una pelota una infinita suma de “para qués” en la vida, y tejer a su alrededor decenas de relaciones de todo tipo, de amistades y enemistades, de proyectos, lecciones, mentiras. Fue por el fútbol que me convencí de que mientras más diversos, distintos y unidos seamos, más terreno podremos abarcar, que es como decir, mayores opciones podremos encontrar y trabajar, y fue allí que vi cuánto de inútil es ser idéntico al otro, pues para dos iguales, como decía un amigo que conocí jugando a la pelota, uno sobra.
Fue por el fútbol que terminé de aprender a leer para saber un poco más sobre lo que era aquel misterioso y maravilloso mundo, y luego, fue también por un balón y sus infinitas posibilidades y rumbos que comencé a escribir cuentos, o crónicas o como se llamara aquello. Fue por el fútbol que viajé, que viví las eternas revanchas que me ofrecían mis innumerables derrotas, que entendí que esas derrotas no eran culpa de un árbitro, del campo, del balón o de un trueno, y en definitiva, que el fútbol era como la vida, y que si afrontaba la vida como el fútbol podría decir al final que mi partido contra ella por lo menos iba 0 por 0.