Quién se robó el esqueleto
Fernando Araújo Vélez
Y un día me cito con una amiga para que me cuente todo, detalle tras detalle. Y todo es que un investigador ha oído por medio de voces y voces y voces de voces que en tercero de bachillerato yo me robé un esqueleto. Eso es lo que sabe porque se lo dijeron, y esa es la historia que se difunde por años y años. Me inculpan, esencialmente, porque yo había repetido y repetido que me hubiera encantado tener en mi cuarto un esqueleto como el que estaba en el salón de clases de anatomía. Cuando lo veo por primera vez, cinco años antes, le pregunto a la profesora de ciencias que de quién es. Me responde que de una mujer de unos 30 años que había muerto por amor, y calla. Por más de que trate de averiguar más, la profesora sigue en silencio. Quizá no sabe. Quizá tiene algún nexo con aquella mujer o está involucrada en su muerte.
Yo comienzo a dudar de ella y su historia cuando desaparece el esqueleto de la mujer muerta por amor. Porque pese a lo que dijeran y juraran mis compañeras y las profesoras, yo no me lo había robado. La mañana en que todo cambia es la mañana de un lunes después de Semana Santa. Tenemos clase de ciencias. Apenas entramos al salón, Julia Arismendi, una de mis compañeras de tercero, grita que se han robado el esqueleto. Como si su grito hubiera sido la puesta en escena de una macabra obra de teatro, apenas lo suelta, las otras alumnas, unas 20, y la profesora corren a ver qué ha pasado, y apenas se dan cuenta del robo me voltean a mirar a mí, que estoy tan absorta como ellas, o más. Sus miradas, el vacío en la esquina donde estaba el esqueleto, el grito de Julia, el aguacero que se desgaja, el miedo, en fin, todo me provoca un profundo temblor.
Muchos años después caigo en cuenta de la fuerza de las primeras palabras, de esas sentencias iniciales que a través de los años, de miles de años, han torcido y hasta determinado tantas historias, y posiblemente la historia. Las primeras palabras de Julia Arismendi se llevan toda la atención, y todas las niñas y profesoras que empezamos a llenar el aula nos dejamos arrastrar por ellas y por lo que significan. Ninguna dice que el esqueleto se ha perdido. Ninguna contempla la posibilidad de que se lo hubieran llevado para limpiarlo o restaurarlo o algo así. No. La noticia que vomita Julia es la gran verdad de aquella mañana, de aquel año y de parte de mi vida, porque parte de aquellas primeras palabras, de aquel primer mensaje, fue que tantas niñas se hubieran volteado a señalarme, acusándome y condenándome.
Y un día me cito con una amiga para que me cuente todo, detalle tras detalle. Y todo es que un investigador ha oído por medio de voces y voces y voces de voces que en tercero de bachillerato yo me robé un esqueleto. Eso es lo que sabe porque se lo dijeron, y esa es la historia que se difunde por años y años. Me inculpan, esencialmente, porque yo había repetido y repetido que me hubiera encantado tener en mi cuarto un esqueleto como el que estaba en el salón de clases de anatomía. Cuando lo veo por primera vez, cinco años antes, le pregunto a la profesora de ciencias que de quién es. Me responde que de una mujer de unos 30 años que había muerto por amor, y calla. Por más de que trate de averiguar más, la profesora sigue en silencio. Quizá no sabe. Quizá tiene algún nexo con aquella mujer o está involucrada en su muerte.
Yo comienzo a dudar de ella y su historia cuando desaparece el esqueleto de la mujer muerta por amor. Porque pese a lo que dijeran y juraran mis compañeras y las profesoras, yo no me lo había robado. La mañana en que todo cambia es la mañana de un lunes después de Semana Santa. Tenemos clase de ciencias. Apenas entramos al salón, Julia Arismendi, una de mis compañeras de tercero, grita que se han robado el esqueleto. Como si su grito hubiera sido la puesta en escena de una macabra obra de teatro, apenas lo suelta, las otras alumnas, unas 20, y la profesora corren a ver qué ha pasado, y apenas se dan cuenta del robo me voltean a mirar a mí, que estoy tan absorta como ellas, o más. Sus miradas, el vacío en la esquina donde estaba el esqueleto, el grito de Julia, el aguacero que se desgaja, el miedo, en fin, todo me provoca un profundo temblor.
Muchos años después caigo en cuenta de la fuerza de las primeras palabras, de esas sentencias iniciales que a través de los años, de miles de años, han torcido y hasta determinado tantas historias, y posiblemente la historia. Las primeras palabras de Julia Arismendi se llevan toda la atención, y todas las niñas y profesoras que empezamos a llenar el aula nos dejamos arrastrar por ellas y por lo que significan. Ninguna dice que el esqueleto se ha perdido. Ninguna contempla la posibilidad de que se lo hubieran llevado para limpiarlo o restaurarlo o algo así. No. La noticia que vomita Julia es la gran verdad de aquella mañana, de aquel año y de parte de mi vida, porque parte de aquellas primeras palabras, de aquel primer mensaje, fue que tantas niñas se hubieran volteado a señalarme, acusándome y condenándome.