En el fondo, todos somos nuestro propio relato y le ofrecemos al mundo relatos, miles de relatos, aunque la mayoría de la gente ni siquiera haya intentado escribir un cuento, y más allá de que muchos cuentos se hayan perdido en sí mismos. Somos el relato, el relator y lo relatado, sin que importe demasiado si hacemos nuestro relato en una larga serie de signos, con palabras escritas, o lo emitimos a viva voz, o con esos mensajes que lanzamos a diario solo con andar, con nuestros pasos, con nuestros gestos, con nuestras posturas y esos silencios en los que nos escondemos, que suelen decir mucho más de lo que quisiéramos. Somos relatos, incluso a pesar de nosotros y pese a nuestras intenciones, y como relatos, a menudo acabamos siendo víctimas de nuestros propios mensajes.
Nos encadenamos a ellos y por ellos, aferrándonos con uñas y dientes a una que otra historia que construimos años atrás, y orgullosos, nos defendemos de quienes nos digan que hemos cambiado, respondiéndoles con manidas frases como “genio y figura hasta la sepultura”, que son, también y en el fondo, relatos de relatos, más allá de su significado literal. Presos de quienes fuimos, de lo que dijimos o callamos, o en últimas, del cuento que fuimos y que contamos tanto tiempo atrás, a veces tomamos decisiones para cuidar nuestra imagen del pasado sin admitir que hemos cambiado, que indefectiblemente todos cambiamos, siempre. Y nos transformamos, así sea solo por el simple pasar de los años, y pensamos de otra manera y buscamos otros caminos y tenemos distintos argumentos. Incluso, a menudo nos arrepentimos de quienes fuimos.
A veces, también, decidimos esto o aquello para cuidar nuestro cuento de hoy, nuestro relato actual, sin caer en cuenta de que no solo hablamos con la voz o con el texto, sino que hablamos y hasta gritamos con el relato de nuestras cosas, que también son relatos de otros relatos. Nuestros zapatos, nuestro saco, la casa que elegimos o que pudimos arrendar, los libros que conseguimos, el asiento en el que leemos y la mesa en la que comemos y lo que comemos y un infinito reguero de etcéteras, todos son relatos que entrañan otros relatos. Narraciones, cuentos, historias que son la verdad de los humanos. Unos, verídicos. Otros, mezclados con mentiras. Algunos, hechos solo de falsedades, pero que por ser falsos hablan de nosotros quizá más que los relatos hechos de verdades.
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En el fondo, todos somos nuestro propio relato y le ofrecemos al mundo relatos, miles de relatos, aunque la mayoría de la gente ni siquiera haya intentado escribir un cuento, y más allá de que muchos cuentos se hayan perdido en sí mismos. Somos el relato, el relator y lo relatado, sin que importe demasiado si hacemos nuestro relato en una larga serie de signos, con palabras escritas, o lo emitimos a viva voz, o con esos mensajes que lanzamos a diario solo con andar, con nuestros pasos, con nuestros gestos, con nuestras posturas y esos silencios en los que nos escondemos, que suelen decir mucho más de lo que quisiéramos. Somos relatos, incluso a pesar de nosotros y pese a nuestras intenciones, y como relatos, a menudo acabamos siendo víctimas de nuestros propios mensajes.
Nos encadenamos a ellos y por ellos, aferrándonos con uñas y dientes a una que otra historia que construimos años atrás, y orgullosos, nos defendemos de quienes nos digan que hemos cambiado, respondiéndoles con manidas frases como “genio y figura hasta la sepultura”, que son, también y en el fondo, relatos de relatos, más allá de su significado literal. Presos de quienes fuimos, de lo que dijimos o callamos, o en últimas, del cuento que fuimos y que contamos tanto tiempo atrás, a veces tomamos decisiones para cuidar nuestra imagen del pasado sin admitir que hemos cambiado, que indefectiblemente todos cambiamos, siempre. Y nos transformamos, así sea solo por el simple pasar de los años, y pensamos de otra manera y buscamos otros caminos y tenemos distintos argumentos. Incluso, a menudo nos arrepentimos de quienes fuimos.
A veces, también, decidimos esto o aquello para cuidar nuestro cuento de hoy, nuestro relato actual, sin caer en cuenta de que no solo hablamos con la voz o con el texto, sino que hablamos y hasta gritamos con el relato de nuestras cosas, que también son relatos de otros relatos. Nuestros zapatos, nuestro saco, la casa que elegimos o que pudimos arrendar, los libros que conseguimos, el asiento en el que leemos y la mesa en la que comemos y lo que comemos y un infinito reguero de etcéteras, todos son relatos que entrañan otros relatos. Narraciones, cuentos, historias que son la verdad de los humanos. Unos, verídicos. Otros, mezclados con mentiras. Algunos, hechos solo de falsedades, pero que por ser falsos hablan de nosotros quizá más que los relatos hechos de verdades.
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