Hubo un tiempo, miles de años atrás, en el que no había ni bien ni mal, y por lo mismo, no había moral ni justicia, y otro tiempo más atrás en el que las mujeres eran diosas y los hombres, apenas un proyecto de humanos que bajaron de los árboles para erguirse, y erguidos, empezar a emitir sonidos y a articularlos. Hubo un tiempo en el que no había tiempo pues no había números ni conceptos de cifras, y menos, letras o palabras, y hubo otro tiempo en el que la necesidad llevó a los ancestros de todos nuestros ancestros a contar, primero de uno en uno, y a través de los años, con palabras y conceptos y relatos. Hubo tiempos de crisis, tiempos de violencia, y tiempos de soluciones, y de las crisis y la violencia, y de las soluciones y los diálogos, e incluso de las discusiones, y hasta de la sangre y la muerte surgieron la rueda, los hornos, las vestimentas y los sembrados y tantas cosas más.
Y surgió la abstracción, y con ella y por ella, el concepto, y surgió luego la idea, y después la concreción de la idea, y más tarde, la ejecución de aquella idea y de todas las ideas. Y surgieron los intercambios, las migraciones, las primeras embarcaciones y los puertos y el comercio, y con él, de alguna manera, la economía, los números y las letras, y desde allí, el conocimiento y en innumerables casos, la copia y el copiar. Y surgieron los códigos, comenzando por el de Hammurabi en Babilonia, y con ellos, lo que debía y no debía hacerse para que las comunidades pudieran convivir. Surgieron el bien y el mal, y la moral y la justicia, y pasados cientos de años, las leyes escritas, y mientras las comunidades se iban transformando en civilizaciones, con sus lenguas y particularidades, sus costumbres, sus logros y leyendas, los dioses iban apareciendo, con su consecuente estela de religiones, sacerdotes, templos y textos sagrados.
Luego, muy luego, llegaron otros tiempos y millones de descubrimientos. Y censuras, creencias, guerras por esas creencias y por algunas más, nuevas ciudades, la construcción de bibliotecas y centros del saber, o de la búsqueda del saber, y un reguero de personajes inmortales que terminaron por padecer y pagar hasta con sus vidas por la osadía de crear, descubrir, estudiar, buscar y decir. La moral se fue transformando, igual que la fe y que la idea de ser humano, y para recordar a Nietzsche, todo fue humano, demasiado humano, tan humano, que algún día habrá que reconocer que somos consecuencia de una larguísima evolución, de un reguero casi infinito de grandes pensamientos y ejecuciones producidos desde abajo, a lo largo de muchos años y de diversas conversaciones por gente común que no necesitó de subvenciones ni de prebendas, y menos, del permiso de ninguna autoridad, y que no impuso su obra. Simplemente, la creó y la hizo.
Hubo un tiempo, miles de años atrás, en el que no había ni bien ni mal, y por lo mismo, no había moral ni justicia, y otro tiempo más atrás en el que las mujeres eran diosas y los hombres, apenas un proyecto de humanos que bajaron de los árboles para erguirse, y erguidos, empezar a emitir sonidos y a articularlos. Hubo un tiempo en el que no había tiempo pues no había números ni conceptos de cifras, y menos, letras o palabras, y hubo otro tiempo en el que la necesidad llevó a los ancestros de todos nuestros ancestros a contar, primero de uno en uno, y a través de los años, con palabras y conceptos y relatos. Hubo tiempos de crisis, tiempos de violencia, y tiempos de soluciones, y de las crisis y la violencia, y de las soluciones y los diálogos, e incluso de las discusiones, y hasta de la sangre y la muerte surgieron la rueda, los hornos, las vestimentas y los sembrados y tantas cosas más.
Y surgió la abstracción, y con ella y por ella, el concepto, y surgió luego la idea, y después la concreción de la idea, y más tarde, la ejecución de aquella idea y de todas las ideas. Y surgieron los intercambios, las migraciones, las primeras embarcaciones y los puertos y el comercio, y con él, de alguna manera, la economía, los números y las letras, y desde allí, el conocimiento y en innumerables casos, la copia y el copiar. Y surgieron los códigos, comenzando por el de Hammurabi en Babilonia, y con ellos, lo que debía y no debía hacerse para que las comunidades pudieran convivir. Surgieron el bien y el mal, y la moral y la justicia, y pasados cientos de años, las leyes escritas, y mientras las comunidades se iban transformando en civilizaciones, con sus lenguas y particularidades, sus costumbres, sus logros y leyendas, los dioses iban apareciendo, con su consecuente estela de religiones, sacerdotes, templos y textos sagrados.
Luego, muy luego, llegaron otros tiempos y millones de descubrimientos. Y censuras, creencias, guerras por esas creencias y por algunas más, nuevas ciudades, la construcción de bibliotecas y centros del saber, o de la búsqueda del saber, y un reguero de personajes inmortales que terminaron por padecer y pagar hasta con sus vidas por la osadía de crear, descubrir, estudiar, buscar y decir. La moral se fue transformando, igual que la fe y que la idea de ser humano, y para recordar a Nietzsche, todo fue humano, demasiado humano, tan humano, que algún día habrá que reconocer que somos consecuencia de una larguísima evolución, de un reguero casi infinito de grandes pensamientos y ejecuciones producidos desde abajo, a lo largo de muchos años y de diversas conversaciones por gente común que no necesitó de subvenciones ni de prebendas, y menos, del permiso de ninguna autoridad, y que no impuso su obra. Simplemente, la creó y la hizo.