Pese a los odios, a mis propios odios, a las guerras y a mis propias guerras imaginarias contra el mundo y a un reguero de etcéteras de “peses a”, mientras más lo pienso, más escudriño a las personas cuando van por la calle y más las observo como personajes de una novela o de una película, más me convenzo de que los humanos somos fascinantes, y me incluyo con todo el pudor que hay y que emana de los humanos. Somos fascinantes porque somos creativos, tanto, que creamos el bien y el mal y a los dioses con sus millones de implicaciones, y a menudo nos inventamos nuestras propias realidades, actuando según esas realidades imaginadas, para luego ser capaces de afirmar que estamos cuerdos. Somos fascinantes porque de la locura pasamos en un segundo a la cordura, convencidos de que solo con algo de cordura vamos a poder vivir, y porque callamos, y más de una vez al callar decimos más que al hablar, y porque en más de una ocasión hablamos como si nuestras palabras quedaran grabadas en piedra.
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Pese a los odios, a mis propios odios, a las guerras y a mis propias guerras imaginarias contra el mundo y a un reguero de etcéteras de “peses a”, mientras más lo pienso, más escudriño a las personas cuando van por la calle y más las observo como personajes de una novela o de una película, más me convenzo de que los humanos somos fascinantes, y me incluyo con todo el pudor que hay y que emana de los humanos. Somos fascinantes porque somos creativos, tanto, que creamos el bien y el mal y a los dioses con sus millones de implicaciones, y a menudo nos inventamos nuestras propias realidades, actuando según esas realidades imaginadas, para luego ser capaces de afirmar que estamos cuerdos. Somos fascinantes porque de la locura pasamos en un segundo a la cordura, convencidos de que solo con algo de cordura vamos a poder vivir, y porque callamos, y más de una vez al callar decimos más que al hablar, y porque en más de una ocasión hablamos como si nuestras palabras quedaran grabadas en piedra.
Somos fascinantes porque mentimos, aunque las mentiras de los otros nos duelan, pues pretendemos que los demás sean como nosotros queremos que sean, no como son. Y engañamos, y falseamos, y calumniamos, y despreciamos al que nos engaña esgrimiendo el tácito acuerdo que creamos de no hacerlo, firmando de paso otro acuerdo más tácito aún: no ver que detrás de cada mentira se esconden la fascinación de la fuerza, de la imaginación, del carácter, de la coherencia en el relato y en algunos actos, e incluso, la fascinación de la bondad, pues una y mil veces hemos mentido para no herir a quien le mentimos, y una y mil veces, también, hemos implorado que nos mientan para que nuestros dolores o nuestras culpas no sean tan graves. Incluso, somos tan fascinantes, tan profundos y misteriosos e indescifrables, que es un gesto de franqueza y de sensatez preguntarse cuánto de mentira hay en las verdades que decimos a diario.
Si lo vemos a la distancia y no según nuestras conveniencias, somos fascinantes por ladrones y caóticos, por venenosos y vanidosos, por hacer las guerras y pretender la paz, por nuestras envidias y nuestras venganzas, por rencorosos, ladinos e hipócritas, y a la vez, porque siendo todo eso y mucho más, somos capaces de tener día a día uno o varios gestos de bondad con alguien, venciéndonos en lo más hondo de nuestras pulsiones humanas y solo humanas. Somos fascinantes porque recordamos, y porque con nuestros recuerdos distorsionamos unos cuantos hechos y palabras y jugamos a pasar por alto que el pasado jamás se queda donde lo dejamos, y lo somos porque jugamos a jugar y también jugamos en serio, y jugando creamos la derrota y la victoria. Somos fascinantes porque leemos y escribimos y pintamos y de cuando en cuando dejamos testimonio de nuestra historia, y esa historia, la nuestra y la de cada cual, si las repasamos sin prejuicios ni radicalismos, son el más claro ejemplo de la fascinación que irradiamos.