Thomas Mann sin punto final
Fernando Araújo Vélez
Diez meses antes de morir, Thomas Mann escribió un ensayo sobre Antón Chéjov, que según su hija Érika Mann, era también una especie de confesión. Entre tantos otros asuntos, decía allí que la obra de Chéjov lo había seducido por “Su ironía frente a la gloria, su escepticismo frente al sentido y el valor de su obra, su falta de fe en su grandeza”. Comenzó a esbozarlo en agosto de 1954 en un hotel de Sils-Maria, aquel pueblo al que una y otra vez volvió 70 y 80 años antes Friedrich Nietzsche, y algunos pasajes los conversó con Hermann Hesse, uno de sus más cercanos confidentes desde los tiempos de la Primera Guerra Mundial. “El descontento consigo mismo constituye un elemento básico de todo verdadero talento”, decía de Chéjov y de sus cuentos y dramas, como si se estuviera reflejando en un espejo.
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Diez meses antes de morir, Thomas Mann escribió un ensayo sobre Antón Chéjov, que según su hija Érika Mann, era también una especie de confesión. Entre tantos otros asuntos, decía allí que la obra de Chéjov lo había seducido por “Su ironía frente a la gloria, su escepticismo frente al sentido y el valor de su obra, su falta de fe en su grandeza”. Comenzó a esbozarlo en agosto de 1954 en un hotel de Sils-Maria, aquel pueblo al que una y otra vez volvió 70 y 80 años antes Friedrich Nietzsche, y algunos pasajes los conversó con Hermann Hesse, uno de sus más cercanos confidentes desde los tiempos de la Primera Guerra Mundial. “El descontento consigo mismo constituye un elemento básico de todo verdadero talento”, decía de Chéjov y de sus cuentos y dramas, como si se estuviera reflejando en un espejo.
Aquel descontento, aquellas dudas sobre su trabajo, sus textos y él mismo, lo habían llevado a construir su obra, que era gran parte de su vida, y a escribir “La montaña mágica”, más de mil páginas donde cien años atrás puso de manifiesto todas esas dudas a través de Hans Castorp, a quien calificó como un personaje tan sencillo como pícaro que había ido modificándose durante los 12 años en los que trabajó en él y con él. “En el otoño de 1924, después de innumerables peripecias y obstáculos, apareció por fin la novela que me había tenido cautivo, no siete años, sino, en conjunto, doce”, escribió en “Relato de mi vida”, unas cuantas hojas en las que confesó que la frase que más lo había motivado día y noche durante ese tiempo de dudas era de Goethe y decía: “El que no puedas acabar, eso es lo que te hace grande”.
Mann se fue haciendo grande a fuerza de pequeñas y de inmensas victorias que parecían un final pero que nunca lo fueron. Cada uno de sus libros, “Caída”, “Los Buddenbrook”, “Doctor Fausto”, “La montaña mágica”, “La muerte en Venecia”, y sus obras de teatro y sus ensayos, fueron el comienzo de otros libros que jamás acababan. El último día de su vida, 11 de agosto del 55 en el Hospital Cantonal de Zurich, le ofreció excusas a su hija por no responderle como se lo merecía. “Estoy muy débil”, le susurró, apretándole la mano con toda la fuerza de su debilidad. Según su relato, “El mago”, como lo llamaba, admitió su fragilidad pero jamás fue consciente de que se moría. A fin de cuentas, hacía años, muchos años que había vencido a la muerte “en nombre del amor y la vida”, y la había derrotado porque estaba seguro de que su muerte no sería el final de la vida.