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Una tarde de viernes de hace ya casi 10 años, comprendí que una cosa era la verdad y otra, la verdadera verdad, y la comprendí por una frase que leí en una entrevista a Harrison Ford. Desde entonces he ido por la vida tratando de ir más allá de la primera respuesta de la gente, o de su justificación inicial, para intentar descifrar la real motivación de algunos de sus actos, y me he dado cuenta de que esos móviles están tan, tan refundidos en la complejidad del ser humano, que ni siquiera quien hace lo que hace es consciente de sus verdaderas motivaciones. Es más, en la mayoría de las ocasiones le importan bien poco. Con justificarlas, con mentirlas, le alcanza y le sobra, y en todo esto seguramente me incluyo.
Porque uno a veces ni sabe por qué hizo esto o aquello. Por qué se levantó con ganas de acabar con el mundo, por qué le ardieron las entrañas cuando alguien se las dio de vivo, por qué cerró los ojos ante el supuesto éxito del otro, y por qué y por qué y por qué, y puede uno decir que todo eso le molestó, le reventó, pues iba en contravía de algún bien para la humanidad, para los otros y el futuro, para el aire, la tierra, los gatos y los perros y los tigres y los elefantes o los dioses, y no. Era mentira. Uno se miente. Uno no quiere explotar y que el mundo explote con uno por ningún dolor de solidaridades ni por alguna mística de generosidad pintada de mil colores y mil lenguas y ternuras y amores, no.
Uno estalla porque nada es como uno quisiera que fuera, y más allá, porque nadie le brinda una infinita ovación por descubrir una verdadera verdad, y con la más profunda de las sinceridades le dice “sí, mira, tienes razón, somos unos impenitentes farsantes que solo buscamos el aplauso y todo lo que viene con el aplauso”. Uno revienta por no tener el poder sobre todas las personas y todas las cosas, o por lo menos, un mínimo de esa voluntad de poder, dominio, de la que hablaba un filósofo. Uno se desborda de rabias porque en el fondo jamás deja de ser un niño de tres años que lo quiere todo y que mira con odio a quien no lo deja jugar, y ganar, día y noche y noche y día. Uno, la verdad, detesta al otro porque ese otro no le da el juguete que tanto desea, y por eso lo culpa de todos sus males y de los males de la humanidad y lo disfraza todo con uno y mil “ismos”.