Y entonces me senté en el banco de un viejo parque del centro de Córdoba, en la Argentina, con un libro que acababa de comprar asomándose apenas por la bolsa de papel arrugado en la que el vendedor lo había empacado, un cigarrillo en la mano, la boca seca y una lejana canción de Piero pegada a mis labios: “fumemos un cigarrillo, para poder conversar, tomemos alguna copa, tenemos mucho que hablar”. Hacía frío. Fumé para calentarme un poco, para vivir, para palpar y sentir el momento previo a aquel libro, hasta que por fin la intriga me desbordó y lo destapé. Lo abrí, tratando de que la gente que pasaba no viera el título, “Montoneros”, pues suponía que casi todos en aquel parque tenían algún tipo de cuenta pendiente con el pasado que Roberto Perdía había escrito en su libro.
Recordé a Dostoievski cuando decía que todos éramos responsables de todo y comencé a divagar sobre el pasado de quienes pasaban por el parque, o el de sus padres o sus abuelos, y en el papel que jugaron en los 50 o 60, cuando empezaron a formarse las primeras células subversivas que terminarían por convertirse en Montoneros, y se me cruzó por la mente el señor de barba blanca y ojos azules que me había vendido el libro en una diminuta carpa de una diminuta feria de libros de segunda, y luego me retumbaron sus palabras, porque me dio una tarjeta y me dijo que volviera apenas terminara de leer el libro para que conversáramos, y después añadió que tenía otros para recomendarme y mencionó a Evita y a Perón.
Pasado un tiempo, pensé que aquel señor no vendía libros para lucrarse. Vendía libros, si era que los vendía, porque a través de sus libros luchaba contra el silencio y contaba una historia, y esa historia quizás era parte de la suya. “Leer, se dice, es vivir mil vidas”, había escrito Perdía en una de las primeras frases de “Montoneros”. Yo estaba a punto de empezar a vivir mil vidas, y mil pasados, y una historia enigmática y desconocida de un país distante y diferente que desde niño me había seducido por el fútbol, la música, algunas revistas y unos cuantos libros. Estaba a punto, también, de constatar que el silencio siempre fue uno de los mayores enemigos de la historia, y que para retomar a Dostoievski, todos éramos responsables de ese silencio.
Y entonces me senté en el banco de un viejo parque del centro de Córdoba, en la Argentina, con un libro que acababa de comprar asomándose apenas por la bolsa de papel arrugado en la que el vendedor lo había empacado, un cigarrillo en la mano, la boca seca y una lejana canción de Piero pegada a mis labios: “fumemos un cigarrillo, para poder conversar, tomemos alguna copa, tenemos mucho que hablar”. Hacía frío. Fumé para calentarme un poco, para vivir, para palpar y sentir el momento previo a aquel libro, hasta que por fin la intriga me desbordó y lo destapé. Lo abrí, tratando de que la gente que pasaba no viera el título, “Montoneros”, pues suponía que casi todos en aquel parque tenían algún tipo de cuenta pendiente con el pasado que Roberto Perdía había escrito en su libro.
Recordé a Dostoievski cuando decía que todos éramos responsables de todo y comencé a divagar sobre el pasado de quienes pasaban por el parque, o el de sus padres o sus abuelos, y en el papel que jugaron en los 50 o 60, cuando empezaron a formarse las primeras células subversivas que terminarían por convertirse en Montoneros, y se me cruzó por la mente el señor de barba blanca y ojos azules que me había vendido el libro en una diminuta carpa de una diminuta feria de libros de segunda, y luego me retumbaron sus palabras, porque me dio una tarjeta y me dijo que volviera apenas terminara de leer el libro para que conversáramos, y después añadió que tenía otros para recomendarme y mencionó a Evita y a Perón.
Pasado un tiempo, pensé que aquel señor no vendía libros para lucrarse. Vendía libros, si era que los vendía, porque a través de sus libros luchaba contra el silencio y contaba una historia, y esa historia quizás era parte de la suya. “Leer, se dice, es vivir mil vidas”, había escrito Perdía en una de las primeras frases de “Montoneros”. Yo estaba a punto de empezar a vivir mil vidas, y mil pasados, y una historia enigmática y desconocida de un país distante y diferente que desde niño me había seducido por el fútbol, la música, algunas revistas y unos cuantos libros. Estaba a punto, también, de constatar que el silencio siempre fue uno de los mayores enemigos de la historia, y que para retomar a Dostoievski, todos éramos responsables de ese silencio.