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Escribí la letra V al comienzo de este texto para seguir con lo que se me ocurriera, y en milésimas de segundo se me lanzaron encima sin pedir permiso ni avisar las letras o l v e r, y por ese “Volver” que quedó escrito empecé a canturrear el “Volver” de Carlos Gardel y de Le Pera, y el sentir que “es un soplo la vida”, y recordé viejas y no tan viejas noches con mis hermanos y sus guitarras y los discos de antes, los sellos y el perro de la RCA Victor, por ejemplo, y los tocadiscos empotrados en pesados muebles de madera, y la voz de Gardel por encima del lejano chirrido de la aguja, y entonces me perdí entre las mesas de un café en el centro de Bogotá, el café de doña Rosita, y recordé algunas tenidas allí con antiguos compañeros de farra y de trabajo, y una novela que escribí en esas mesas, a mano y a puro vino, en la que al final unos cuantos personajes de escritores inmortales se encontraban y conversaban sobre lo que habían sido sus vidas entre las páginas en las que habían sido creados.
El último absoluto, se llamaba la novela. La verdad, jamás supe bien por qué le puse ese título y, menos, cuál era ese último absoluto, pero aquellas doscientas y tantas páginas que se quedaron en páginas sueltas y nada más fueron el origen de un montón de ideas que con el tiempo maduraron o se quedaron en la nada, y la primera fuerza que necesitaba para darme cuenta de que algún día podría escribir algo más que artículos y cartas de amor. Fueron, también, el paso inicial de una infinidad de pasos que sigo dando para tratar de comprender, de aprehender, una serie de conceptos que me señaló un poeta como sugerir, efectismo, patético y tono medio, que me desvelaron noche tras noche durante muchos años. Por fortuna, jamás pude concluir nada. Seguí en mi búsqueda, muy a pesar de que sé, muy bien sé, que jamás voy a comprender del todo esos conceptos, pero no comprenderlos ya es en sí un desafío, y comprenderlos un poco, un camino.
Sigo en ese camino. He vuelto una y mil veces a ese camino, y cada regreso ha sido un Volver, un maravilloso Volver siempre al origen, a las dudas, a los pequeños conceptos, a las pequeñas cosas, a las canciones que me acribillaron desde niño y me dejaron tendido en una cama, mirando hacia el techo y más allá del techo, tratando de hallar alguna gaviota que fuera “aire y bailarina, gaviota de asombro”, como cantaba Silvio Rodríguez, o un lejano “rabo de nube, barredor de tristezas”, para seguir con él.