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                                                                                                                                Y entonces la vida de Óscar Wilde imitó al arte

                                                                                                                                Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                Editor de Cultura

                                                                                                                                “Un beso puede causar la ruina de toda una vida”, había escrito Óscar Wilde. Lo había repetido en varias ocasiones, y en otras tantas se había preguntado si el arte imitaba a la vida o viceversa. Su ruina fue un beso, que plasmó primero en un papel y después, en la boca de un joven llamado Alfred Douglas, que era lord y era amante y era vividor; por su sangre, hijo del Marqués de Queensberry, y por sus delirios, un eterno aprendiz de poeta. El primer beso llevó a Wilde a un segundo beso y a otros más, a la pasión desbordada y a la ceguera por amor y al amor por encima de toda razón. A la locura, a vivir en la falsedad y por la mentira que él había diseccionado en su ensayo “La decadencia de la mentira”, y a creer que su amor estaba por encima del mundo y sus vanidades, de lo humano y sus mezquindades, e incluso, de sus obras.

                                                                                                                                Sus libros, “El retrato de Dorian Grey” y “La importancia de llamarse Ernesto”, entre tantos, y la fama, la gloria, lo habían vuelto inmortal muchos años antes de que muriera en una pieza de paso de un hotel de paso de París el 30 de noviembre de 1900. En la vida y en la muerte, Wilde fue el protagonista de su propia tragedia, cuyo acto postrero fue una frase que le había escrito a su amigo Robert Ross en la que le decía que estaba “muriendo por encima de todas las posibilidades”. Por aquellos días, André Gide lo había invitado a tomar un vino a plena luz del día pero muy de espaldas a la gente, y lo había escuchado hablar de sus tiempos en prisión, de Verlaine, y de su decisión de vagar por Europa bajo el nombre de Sebastián Melmoth, pues de algún modo quería ser como aquel errante personaje de Charles Maturin, o como el santo atravesado por decenas de flechas que había protegido a los cristianos.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Allí, al estilo de su antiguo y odiado amante en “De profundis”, escribió: “No lo voy a acusar de haber tomado mis vinos, devorado mis rentas, corrompido mi inteligencia y hacerme desperdiciar los más hermosos años de mí. Me hago cargo de mi parte. A lo hecho, pecho”.

                                                                                                                                “Un beso puede causar la ruina de toda una vida”, había escrito Óscar Wilde. Lo había repetido en varias ocasiones, y en otras tantas se había preguntado si el arte imitaba a la vida o viceversa. Su ruina fue un beso, que plasmó primero en un papel y después, en la boca de un joven llamado Alfred Douglas, que era lord y era amante y era vividor; por su sangre, hijo del Marqués de Queensberry, y por sus delirios, un eterno aprendiz de poeta. El primer beso llevó a Wilde a un segundo beso y a otros más, a la pasión desbordada y a la ceguera por amor y al amor por encima de toda razón. A la locura, a vivir en la falsedad y por la mentira que él había diseccionado en su ensayo “La decadencia de la mentira”, y a creer que su amor estaba por encima del mundo y sus vanidades, de lo humano y sus mezquindades, e incluso, de sus obras.

                                                                                                                                Sus libros, “El retrato de Dorian Grey” y “La importancia de llamarse Ernesto”, entre tantos, y la fama, la gloria, lo habían vuelto inmortal muchos años antes de que muriera en una pieza de paso de un hotel de paso de París el 30 de noviembre de 1900. En la vida y en la muerte, Wilde fue el protagonista de su propia tragedia, cuyo acto postrero fue una frase que le había escrito a su amigo Robert Ross en la que le decía que estaba “muriendo por encima de todas las posibilidades”. Por aquellos días, André Gide lo había invitado a tomar un vino a plena luz del día pero muy de espaldas a la gente, y lo había escuchado hablar de sus tiempos en prisión, de Verlaine, y de su decisión de vagar por Europa bajo el nombre de Sebastián Melmoth, pues de algún modo quería ser como aquel errante personaje de Charles Maturin, o como el santo atravesado por decenas de flechas que había protegido a los cristianos.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Allí, al estilo de su antiguo y odiado amante en “De profundis”, escribió: “No lo voy a acusar de haber tomado mis vinos, devorado mis rentas, corrompido mi inteligencia y hacerme desperdiciar los más hermosos años de mí. Me hago cargo de mi parte. A lo hecho, pecho”.

                                                                                                                                Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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