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Al final de este y de tantos caminos, me he ido quedando sin entender qué es una victoria, porque si una victoria es que te avalen y te premien los ganadores de estos días, prefiero las derrotas. Si una victoria es darles gusto en “palabra, obra y omisión” a quienes han ido definiendo lo que es ganar y lo que es perder, a esos que se han lucrado de los triunfos ajenos, cobrándolos después y de por vida, elijo perder y un millón de veces ser vencido, y con mi caída, dejarles muy en claro a los infinitos ganadores que yo no hago parte de sus rebaños, que intento no deberles favores y trato de quedarme al margen, muy al margen de sus decisiones, de sus favoritos, de sus condecoraciones y su éxito; en fin, de todo eso que ellos han llamado ganar, solo porque ese ganar los encumbra y potencia.
Elijo perder, sí, y repetir una y un millón de veces aquella frase que Rodolfo Walsh escribió en Quién mató a Rosendo: “El sistema no castiga a sus hombres: los premia. No encarcela a sus verdugos: los mantiene”. Elijo perder, porque cualquier tipo de victoria definida por “triunfadores” es una especie de complicidad con esos “triunfadores”, con sus intereses y marrullerías, sus estrategias y razones, con sus valores signados por las cuentas bancarias y el poder, que suelen estar muy lejos de aquellos viejos valores de Walsh y de unos cuantos más. Elijo perder, infinitamente sí, aunque solo sea para estar en una invisible lista de ilustres y honestos perdedores que lucharon toda una vida y fueron imprescindibles, como decía el poema de Bertolt Brecht.
Elijo perder, aunque me la haya jugado toda la vida por ganar a mi manera, a lo Frank Sinatra, y con mis cartas. Elijo perder, aunque sepa muy bien que no vivimos en tiempos para idealistas o soñadores, sino “en tiempos donde todos contra todos”, como cantaba Fito Páez. Elijo perder, por la dignidad de la derrota de la que hablaba Borges, pues en el fracaso somos quienes somos en realidad, sin adornos ni falsos ropajes, y nos comprendemos y nos desnudamos y nos desgarramos, y comprendemos a los otros y entendemos un poco más de la vida, y en medio del barro, palpamos, acariciamos ese sueño puro, noble, sincero, de levantarnos del piso algún día para salir y volver a perder.