Yo te defino, tú me defines
Fernando Araújo Vélez
Alguna vez, en uno de sus cuentos, Alice Munro se preguntaba por aquellos que la valoraban, para lo bueno, para lo malo y para los términos medios, y más allá de quienes lo hacían, casi siempre por algún detalle nimio, por un comentario suelto de alguna persona, o por lo que ellos mismos querían ver, abría cientos de interrogantes sobre lo débiles que eran los juicios de la gente sobre la gente, y se incluía, y entre sus múltiples cuestionamientos estaba el de las capacidades que teníamos para definir a una persona. Para definirla, para cuestionarla y comprender las razones por las que había actuado o no, para juzgarla y, al final, para condenarla.
Uno a veces se pasa las horas y los días pensando en lo mismo y, como Munro, llega a similares conclusiones. Que somos débiles y que desde nuestra debilidad definimos a los demás. Que nos atrevemos a definirlos y luego les permitimos que nos definan a nosotros, convirtiéndolos así en nuestro bien y nuestro mal, en los mandamientos de lo que debemos hacer y lo que no, y de lo que tendríamos que pensar y ser y decir, y después, después empezamos a tratar de analizar si este o aquel o la de más allá tenían la información suficiente y las evidencias, el conocimiento, la profundidad y la capacidad de definirnos, y por lo mismo, de volvernos dependientes de sus juicios. Las respuestas siempre terminan en rotundos no, no y no.
Sin embargo, llega la mañana siguiente con sus prisas, el reloj, los trabajos, el bus y la rutina, y al primer cruce de palabras con cualquiera, volvemos a definir, y definiendo, permitimos de nuevo que nos definan, retornando a ese eterno círculo vicioso de las definiciones y los definidores en el que se combinan unas cuantas verdades a medias, con otras tantas mentiras, y venganzas, culpas, dolor y resentimiento. Inmersos en él, multiplicamos nuestras opiniones sobre nuestras víctimas, y nos vengamos con palabras altisonantes y con rimbombantes argumentos de barro de aquel que, nos dijeron, dijo esto o aquello de nosotros, convencidos de que definiéndolo, masacrándolo, vamos a eliminar sus definiciones.
Alguna vez, en uno de sus cuentos, Alice Munro se preguntaba por aquellos que la valoraban, para lo bueno, para lo malo y para los términos medios, y más allá de quienes lo hacían, casi siempre por algún detalle nimio, por un comentario suelto de alguna persona, o por lo que ellos mismos querían ver, abría cientos de interrogantes sobre lo débiles que eran los juicios de la gente sobre la gente, y se incluía, y entre sus múltiples cuestionamientos estaba el de las capacidades que teníamos para definir a una persona. Para definirla, para cuestionarla y comprender las razones por las que había actuado o no, para juzgarla y, al final, para condenarla.
Uno a veces se pasa las horas y los días pensando en lo mismo y, como Munro, llega a similares conclusiones. Que somos débiles y que desde nuestra debilidad definimos a los demás. Que nos atrevemos a definirlos y luego les permitimos que nos definan a nosotros, convirtiéndolos así en nuestro bien y nuestro mal, en los mandamientos de lo que debemos hacer y lo que no, y de lo que tendríamos que pensar y ser y decir, y después, después empezamos a tratar de analizar si este o aquel o la de más allá tenían la información suficiente y las evidencias, el conocimiento, la profundidad y la capacidad de definirnos, y por lo mismo, de volvernos dependientes de sus juicios. Las respuestas siempre terminan en rotundos no, no y no.
Sin embargo, llega la mañana siguiente con sus prisas, el reloj, los trabajos, el bus y la rutina, y al primer cruce de palabras con cualquiera, volvemos a definir, y definiendo, permitimos de nuevo que nos definan, retornando a ese eterno círculo vicioso de las definiciones y los definidores en el que se combinan unas cuantas verdades a medias, con otras tantas mentiras, y venganzas, culpas, dolor y resentimiento. Inmersos en él, multiplicamos nuestras opiniones sobre nuestras víctimas, y nos vengamos con palabras altisonantes y con rimbombantes argumentos de barro de aquel que, nos dijeron, dijo esto o aquello de nosotros, convencidos de que definiéndolo, masacrándolo, vamos a eliminar sus definiciones.