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Puede parecer un absurdo, pero por lo general las guerras jamás concluyen. El pasado 25 de junio se cumplieron 70 años del inicio de este enfrentamiento en la península coreana. En esa fecha, las fuerzas de Corea del Norte, respaldadas militarmente por Mao y Stalin, atravesaron el paralelo 38 que separaba los dos países e invadieron el Sur. Con el armisticio firmado el 27 de julio de 1953 se suspendieron las acciones bélicas, pero a la concordia se le atravesó la terquedad del presidente de Corea del Sur, Syngman Rhee, quien insistió hasta la saciedad en que la única salida era la derrota militar del enemigo. Por tal razón, la paz ha sido esquiva y aún sigue a la espera de una solución definitiva.
La participación colombiana en la confrontación continúa siendo tema de referencia en los encuentros bilaterales en los que se alaban y agradecen los sacrificios de nuestros soldados. Sobre las razones que nos llevaron a involucrarnos en este conflicto existen dos versiones principales. La primera, que podría catalogarse como la oficial, está relacionada con el presidente Laureano Gómez. Aunque la decisión de enviar tropas dentro del contingente de las Naciones Unidas fue tomada por Ospina Pérez pocos días antes de la posesión de Gómez —y muy seguramente consultada con este último—, sostenía que se trataba de un gesto del nuevo presidente hacia Estados Unidos, que no olvidaba las simpatías hacia los países del Eje que Laureano había expresado públicamente durante la Segunda Guerra Mundial. Se esperaba que este giro del personaje llevara el mensaje contrario. Por eso fue contundente en su discurso al posesionarse ante la Corte Suprema, en el que no ahorró palabras para defender la democracia. Tal fue el fondo de la narrativa que circuló en aquellos tiempos.
El otro ángulo, desconocido hasta que la Secretaría de Estado en Washington desclasificara los archivos de aquella época, permite establecer otros objetivos. Por un lado se hicieron públicos los esfuerzos del embajador Zuleta para contrarrestar el cabildeo del Partido Liberal en contra del envío de tropas y emplearse a fondo para convencer al gobierno de Estados Unidos de aceptar la oferta. Y lo segundo que se deduce con claridad es que las verdaderas pretensiones del Gobierno colombiano fueron las de renovar la capacidad estratégica y de combate del Ejército Nacional, técnicamente desactualizado. Algo similar a la decisión que también tomó el gobierno de Francia.
En estos temas, como en tantos otros, siempre se presentan las paradojas. Hace años, cuando quise estudiar estos episodios, me encontré con que el número de investigaciones y de libros relacionados era notoriamente más reducido de lo que había esperado. Y me refiero no solo a las muy escasas fuentes en Colombia, sino a los fondos de la misma Biblioteca Nacional de Corea y a las de varias universidades en Seúl. Para ampliar mis hallazgos, entrevisté a varios universitarios quienes demostraron que sus conocimientos sobre estos episodios eran bastante precarios. Y para rematar, empecé a encontrar que varios estudiosos y hasta el título de un libro, el de David Halberstam (2007), comenzaron a llamarla “La guerra olvidada”. Pero, más allá de toda interpretación, lo cierto es que la tierra coreana fue regada con la sangre de nuestros jóvenes soldados y que nuestros lazos bilaterales están anclados en aquellos aciagos acontecimientos. Ojalá no se desaten tormentas en las ya agitadas aguas de la política internacional que no han logrado apaciguarse.