En pasada columna publicada en este diario, decía Eduardo Lora que “cada año una empresa colombiana promedio pierde una tercera parte de su personal”. Se trata de un dato sombrío tanto para empresarios como para empleados y para todo el país, que me recordó algunas políticas que auspiciaron el éxito en Japón y que obligan a una reflexión acerca del fallido acuerdo sobre el aumento del salario mínimo para este año.
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En pasada columna publicada en este diario, decía Eduardo Lora que “cada año una empresa colombiana promedio pierde una tercera parte de su personal”. Se trata de un dato sombrío tanto para empresarios como para empleados y para todo el país, que me recordó algunas políticas que auspiciaron el éxito en Japón y que obligan a una reflexión acerca del fallido acuerdo sobre el aumento del salario mínimo para este año.
Una de las bases de lo que se conoce como el milagro japonés fue el pacto logrado entre la clase política dominante, los empleadores y los trabajadores para establecer lo que Miguel Urrutia denominó un contrato social. La finalidad era crear un sistema para el beneficio de todos. Lo que existía antes, para ponerlo en términos de lo que nos rodea, era un enfrentamiento entre el capital y el trabajo: el primero, amparado por los partidos conservadores; el segundo, por los partidos comunistas y socialistas. Una colisión que solo produjo pérdidas de lado y lado.
Con la fusión de los partidos conservadores en el PLD (Partido Liberal Democrático) en noviembre de 1955, que ha estado en el poder hasta hoy salvo algunos breves períodos, se consolidó lo que se ha conocido como el “capitalismo humano” japonés. La derecha de entonces entendió que las demandas de la izquierda —salarios dignos, estabilidad, educación, salud, vivienda— eran indispensables para tener una fuerza laboral leal, comprometida con las empresas y productiva. Se consolidó, además, un sistema de remuneración para los ejecutivos que establecía un rango de uno a diez para los altos cargos comparado con los ingresos de los recién enrolados. Algo bastante distante de lo que se usa en Occidente o entre nosotros hoy en día. En pocas palabras, se trata de un asunto de equidad y proporcionalidad que funciona como el ying-yang: los opuestos no compiten sino que se complementan. Ninguno existe sin el otro. Sin capital o con un capital que no genera ahorros, no se puede avanzar. De igual manera, sin trabajo es imposible hacer productivo el capital.
Todo este proceso de juego limpio condujo a que los sindicatos se convirtieran en aliados fundamentales de las empresas y a que estas asumieran unas prácticas dentro de lo que puede denominarse ética laboral. Aceptaron la responsabilidad que se tiene al escoger y contratar a los empleados. Mientras nosotros insistimos en catalogar al trabajador como una simple mercancía —si lo contrato y no me sirve, lo despido— en Japón despedir era un verbo que no se conjugaba salvo casos extremos. Lo mismo sucedió después con los tigres y dragones asiáticos. Recuerdo que una cementera tailandesa muy afectada por la crisis de 1997 se negó a aceptar las recomendaciones del Banco Mundial de reducir su plantilla pues para ellos ese era el último recurso posible. Las ventajas de este sistema fueron visibles durante la época de gran crecimiento de la economía japonesa. Pero, de igual manera, en las tres últimas décadas se hizo evidente lo contrario desde cuando se aplicó el modelo neoliberal que ha llevado a Japón a lo inverso: a una economía que declina.
Aquí, en cambio, el gran argumento de los empleadores en las negociaciones de fin de año fueron los efectos negativos de un alza salarial, mientras el silencio frente a otras variables se mantuvo. Nadie habló de disminuir las ganancias (desconocidas) o de reducir los salarios de los ejecutivos.
N. B. Según lo que ha circulado en los medios, el argumento para tratar las regalías pagadas por las empresas de combustibles fósiles como costo para efectos tributarios me lleva a otro escenario. A contrario sensu, ¿los subsidios que reciben las empresas y que salen del bolsillo de los ciudadanos no deberían ser tratados como ingresos para efectos tributarios?