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Como una cachetada sentí la respuesta de Willington Ortíz a la primera pregunta que le hice. Recién me acomodaba en la silla, pero la cámara ya estaba grabando. Miré el celular para revisar la primera pregunta que había preparado y le dije: “¿qué identifica al fútbol colombiano?”.
Willy cerró los ojos, se llevó la mano derecha a la cara y empezó a renegar con la cabeza. “Ese es un cuento de ustedes, los periodistas. Eso de la identidad no existe”, me espetó. Y mientras me explicaba, me reprimía. Gesticulaba con ambas manos como exigiéndome algo —¿una mejor preparación? Tal vez—. En el fondo, sentía que la leyenda de la que me hablaba mi papá desde que era niño quería cogerme a coscorrones. “Esa tal identidad depende de los jugadores y de las condiciones que tenga cada equipo o cada selección. ¡No pueden jugar todos a lo mismo! Son los periodistas los que venden esa mentira”.
¡Qué debacle! Tenía toda la razón. De la conversación con Willington Ortiz, el que consideramos, casi por consenso, el mejor jugador de nuestra historia, entendí que la pregunta que motivó esta investigación no tenía respuesta. ¡Desazón! Me había chocado con la figura de un hombre que admiraba por los relatos de mi viejo y él —que sí sabía de lo que hablaba, él, el viejo Willy, que había tratado tan bien a la pelota— me dio un cimbronazo que fue un cisma para este proyecto.
“¿A qué jugamos? — daba vueltas la cabeza— ¿Y cómo vamos a responder a eso?”.
Se me ocurrió entonces que la identidad era un mito, un relato. Era una especie de mentira, que agrupaba un sentir popular y lo expresaba en forma de cuento. De ahí la épica que persigue la narrativa del fútbol. De ahí los héroes que construyen leyendas, de ahí lo fantasioso de la pelota y de ahí, muchas veces, la inverosimilitud de sus historias. La identidad partía de una historia impuesta, construida de múltiples relatos. Por eso, dicen que el fútbol es tan cercano a la religión.
Cuando Diego Armando Maradona murió, Carolina Sanín, escritora y profesora colombiana, escribió un regalo para Pelusa. Decía que quería regalarle una pelota al ícono, a la figura que había muerto apenas dos días antes: “No se me había muerto nadie así. Sí parientes y amigas, y también héroes, pero no él, no la idea e imagen que tuve a todas horas en la mente mientras salía de la niñez, y por la que aprendí que uno podía amar a alguien sin conocerlo, apasionadamente, o sea, entendí la religión”.
Ese era el relato identitario de nuestro fútbol. Las imágenes que nos prometían soñar en medio de la barbarie. Los triunfos que acallaban el dolor de nuestra tierra y los personajes que erigieron su figura y nos mostraron otro camino. ¿Una ilusión? Tal vez. Era cierto lo que me dijo Ortíz. Esta investigación terminó por darle la razón, pero también reveló que durante una época la generación del 90 nos hizo amar apasionadamente. Soñamos que dominábamos el fútbol desde nuestra alegría. Nuestro juego era tan pícaro y feliz, como errático, inocente y muchas veces agrandado.
Éramos nosotros. Y ganamos por primera vez en la historia, siendo así. ¿Cómo no íbamos a sentir que eso nos representaba, que así debíamos jugar siempre?
De una u otra forma, esos relatos guiaron nuestros sueños. Por eso, aunque no siempre fue nuestra idea, fuimos tan brillantes en esas épocas que añoramos esos años, el estilo que nos llevó a ser únicos. En el fondo, no sabemos a qué jugamos, pero hubo un tiempo en el que jugamos a lo que pensó Francisco Maturana, y él fue quien mejor entendió cómo éramos nosotros, cómo entendíamos la pelota.
La épica inspira la mitología. Y la narrativa de nuestra historia, aunque no es una historia de dioses ni grandes héroes, si conjuga el relato de unos hombres que, con ganas de tocar el Olimpo, jugaron un rato a ser deidades. Esa es la identidad a la que aspiramos llegar.
“¿Acaso la mayor parte de sus relatos no versan sobre la guerra ... y sobre los dioses en su trato entre sí y con los hombres, en la medida en que tienen trato; y acerca de los fenómenos celestes y sobre las cosas del Hades y las generaciones tanto de dioses como de héroes?”: Sócrates.
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