La historia de las estigmatizaciones de Uribe y el uribismo es larga y terrible. En esto, tanto el caudillo como sus seguidores han sido increíblemente consistentes.
Esta afirmación podría ser contestada con el argumento —automático y por lo general bastante bobo— de que otros también lo hacen. Precisamente: no. Las estigmatizaciones del uribismo contienen dos elementos que no encuentro en otra corriente política. Primero, su virulencia: sus ataques a menudo están marcados por una agresividad homicida. Segundo, su persistencia. Infamar e insultar no es una herramienta que utilicen en el margen algunos acalorados exponentes de las proverbiales “bodegas” de las redes sociales o alguna salida de tono ocasional. Es un componente esencial de su retórica.
¿Exagero? Por desgracia, tampoco. En sus insultos y ataques, el uribismo ha tomado partido por los victimarios y contra las víctimas (las excepciones son rarísimas), dejando tras de sí un reguero de sangre. ¿Se acuerdan, por ejemplo, cuando dio posesión al comandante de la Fuerza Aérea y le hizo la siguiente conminación?: “¿Asume usted el comando de la Fuerza Aérea para derrotar el terrorismo? Que los traficantes de derechos humanos no lo detengan. ¡Proceda!”. ¿Se acuerdan cuando la Corte Suprema comenzó a abrir los procesos de la parapolítica y el entonces presidente caracterizó la acción como “el último coletazo del terrorismo”? Ya que las últimas rabietas tienen relación con lo que está saliendo sobre el espantoso episodio de los “falsos positivos”, ¿se acuerdan del célebre e infame dicho de “no estarían recogiendo café”?
Después de que Uribe salió de la Presidencia, el uribismo siguió practicando el mismo y probado método con entusiasmo. Eso ha seguido hasta hoy, con un pequeño oasis civilizador al principio del gobierno Petro. Pero varias dinámicas han reactivado la máquina de estigmatizar. Verbigracia, el exministro de Defensa y actual candidato a la Alcaldía de Bogotá, Diego Molano, lanzó la acusación miserable de que la zona de reserva campesina de Sumapaz o las zonas de reserva en general eran instrumentos de las FARC. Lo hizo en su característico lenguaje, enredado y circular, que hace recordar al divertido actor mexicano. Y una vez más puso a los campesinos bajo múltiples mirillas. Después, como lo sabe la opinión, se produjeron nuevos episodios. Como en los viejos buenos tiempos, llevarle la contraria al caudillo da automáticamente el derecho a pedir el carné de terrorista.
De las muchas cosas que llaman poderosamente la atención sobre todo esto, destaco dos. Primero, la simple incapacidad del uribismo de respetar los estándares básicos de la misma democracia que dice defender. Ojalá pueda, en medio del barullo de la coyuntura, dedicar una columna a la heterodoxa trayectoria de las zonas de reserva, que pone en cuestión los supuestos de cualquier visión doctrinaria sobre las formas de organización y aspiraciones del campesinado colombiano. Pero aquí va un primer recordatorio: se trata de una figura perfectamente legal, que sale de una consultoría con el Banco Mundial, si no me equivoco, y que precede con mucho al Acuerdo de Paz entre el Gobierno de Santos y las FARC (a propósito, esa administración también las atacó y no cumplió la estipulación de promoverlas). Marcarlas como subversivas o instrumentos de las FARC es una reacción histérica ante el simple hecho de que los campesinos se organicen.
Y esta es la segunda cuestión: como ya lo vimos en semanas anteriores, la idea de que los campesinos constituyen una clase peligrosa subyace a buena parte de todo este discurso. No quiero que armen sus zonas de reserva, dice Molano; en cambio, para protegerlos, les mandaré a los carabineros. Los labriegos o son menores de edad, que se dejan “manipular”, sin que el Estado por alguna razón misteriosa pueda hacer lo propio, o cómplices.
Toda la evidencia muestra, sin embargo, que son el señor Molano y sus amiguitos quienes resultan peligrosos para los colombianos vulnerables, no al revés.
La historia de las estigmatizaciones de Uribe y el uribismo es larga y terrible. En esto, tanto el caudillo como sus seguidores han sido increíblemente consistentes.
Esta afirmación podría ser contestada con el argumento —automático y por lo general bastante bobo— de que otros también lo hacen. Precisamente: no. Las estigmatizaciones del uribismo contienen dos elementos que no encuentro en otra corriente política. Primero, su virulencia: sus ataques a menudo están marcados por una agresividad homicida. Segundo, su persistencia. Infamar e insultar no es una herramienta que utilicen en el margen algunos acalorados exponentes de las proverbiales “bodegas” de las redes sociales o alguna salida de tono ocasional. Es un componente esencial de su retórica.
¿Exagero? Por desgracia, tampoco. En sus insultos y ataques, el uribismo ha tomado partido por los victimarios y contra las víctimas (las excepciones son rarísimas), dejando tras de sí un reguero de sangre. ¿Se acuerdan, por ejemplo, cuando dio posesión al comandante de la Fuerza Aérea y le hizo la siguiente conminación?: “¿Asume usted el comando de la Fuerza Aérea para derrotar el terrorismo? Que los traficantes de derechos humanos no lo detengan. ¡Proceda!”. ¿Se acuerdan cuando la Corte Suprema comenzó a abrir los procesos de la parapolítica y el entonces presidente caracterizó la acción como “el último coletazo del terrorismo”? Ya que las últimas rabietas tienen relación con lo que está saliendo sobre el espantoso episodio de los “falsos positivos”, ¿se acuerdan del célebre e infame dicho de “no estarían recogiendo café”?
Después de que Uribe salió de la Presidencia, el uribismo siguió practicando el mismo y probado método con entusiasmo. Eso ha seguido hasta hoy, con un pequeño oasis civilizador al principio del gobierno Petro. Pero varias dinámicas han reactivado la máquina de estigmatizar. Verbigracia, el exministro de Defensa y actual candidato a la Alcaldía de Bogotá, Diego Molano, lanzó la acusación miserable de que la zona de reserva campesina de Sumapaz o las zonas de reserva en general eran instrumentos de las FARC. Lo hizo en su característico lenguaje, enredado y circular, que hace recordar al divertido actor mexicano. Y una vez más puso a los campesinos bajo múltiples mirillas. Después, como lo sabe la opinión, se produjeron nuevos episodios. Como en los viejos buenos tiempos, llevarle la contraria al caudillo da automáticamente el derecho a pedir el carné de terrorista.
De las muchas cosas que llaman poderosamente la atención sobre todo esto, destaco dos. Primero, la simple incapacidad del uribismo de respetar los estándares básicos de la misma democracia que dice defender. Ojalá pueda, en medio del barullo de la coyuntura, dedicar una columna a la heterodoxa trayectoria de las zonas de reserva, que pone en cuestión los supuestos de cualquier visión doctrinaria sobre las formas de organización y aspiraciones del campesinado colombiano. Pero aquí va un primer recordatorio: se trata de una figura perfectamente legal, que sale de una consultoría con el Banco Mundial, si no me equivoco, y que precede con mucho al Acuerdo de Paz entre el Gobierno de Santos y las FARC (a propósito, esa administración también las atacó y no cumplió la estipulación de promoverlas). Marcarlas como subversivas o instrumentos de las FARC es una reacción histérica ante el simple hecho de que los campesinos se organicen.
Y esta es la segunda cuestión: como ya lo vimos en semanas anteriores, la idea de que los campesinos constituyen una clase peligrosa subyace a buena parte de todo este discurso. No quiero que armen sus zonas de reserva, dice Molano; en cambio, para protegerlos, les mandaré a los carabineros. Los labriegos o son menores de edad, que se dejan “manipular”, sin que el Estado por alguna razón misteriosa pueda hacer lo propio, o cómplices.
Toda la evidencia muestra, sin embargo, que son el señor Molano y sus amiguitos quienes resultan peligrosos para los colombianos vulnerables, no al revés.