El martes marcharon contra el Gobierno numerosas gentes en las calles. Antes, otras tantas lo habían hecho a favor. Algunas reformas propuestas por la administración pasaron; otras se cayeron. Ha habido algunas mejoras ostensibles. Por ejemplo, ni la policía ni el ejército disparan sistemáticamente contra la gente. A la vez, la autoridad ya ha tenido que enfrentar su cuota de tormentas.
¿A qué les suena esto? Cada quien interpreta, claro, las melodías según su experiencia y sus gustos. Les confieso que a mí me suena a lo siguiente: a Gobierno común y corriente, cumpliendo sus funciones. A veces bien, a veces con problemas. A unos les gusta lo que está haciendo. A otros no. Si los primeros prevalecen sobre los segundos, habrá alternación en el poder en relativamente poco tiempo. De lo contrario, continuará este proyecto, en cabeza de otro líder (u otra lideresa). Cuatro dimensiones muy sensibles y muy importantes a las que el Gobierno debe prestar atención para que este último escenario se haga realidad: calidad del personal en las elecciones, relación con las decenas de miles de familias vinculadas laboral y afectivamente a la Fuerza Pública, respuesta rápida a demandas de sus bases sociales más fuertes y crecimiento económico.
Una lectura contraria, apoyada con entusiasmo desde ciertos círculos, es que nos acercamos al armagedón: a la lucha final entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal. Como la política es recursiva (las interpretaciones relevantes de la realidad hacen parte de la realidad), es bueno preguntarse cuáles efectos puede tener esa retórica. Y la respuesta tiene que partir de una comprensión de lo que sucedió en los últimos años y de hacia dónde vamos.
Durante la década pasada se volvió cada vez más difícil gobernar en Colombia. De la matriz uribista —que había obtenido un consenso gigantesco— salieron dos grandes corrientes, una encabezada por el propio caudillo, otra por Santos. Aunque los dos gobiernos de este último obtuvieron un importante acuerdo de paz, este terminó siendo rechazado en las urnas por una (mínima) mayoría. En 2018, buena parte de la coalición santista apoyó al candidato de Uribe, Duque, para impedir que Petro llegara al poder. Pero, por una parte, el gobierno de Duque fue catastróficamente malo (violento y corrupto a más no poder) y, por otra, quedó cada vez más claro que en Colombia ya había un voto de izquierda muy significativo.
Pues en 2022 ganó Petro. No se acabó el mundo. De hecho, llegó al poder de la mano de buena parte de las fuerzas tradicionales. También estableció un importante puente de entendimiento con Uribe y la gran ganadería. Si el primer vínculo se ha ido deshaciendo, el segundo aparentemente se mantiene. Las reformas claves propuestas por el petrismo no tienen nada de extraordinario y el que a algunos les parezcan tan agresivas solo revela qué tan conservador es nuestro país. No hay un solo indicio de que estemos en medio de un “experimento socialista”, según la divertida expresión de un representante de la extrema derecha. El propio presidente dijo en su discurso inaugural que su esfuerzo sería mejorar y dinamizar el capitalismo. El nuestro, el realmente existente.
Si logra llevar a buen término parte de su programa —es claro que no sacará adelante todo—, entonces la fea y extraña democracia colombiana habrá pasado, contra todo pronóstico, un examen fundamental. El masivo voto de izquierda —que ya no se puede disciplinar a punta de bala y desapariciones— tendrá un vínculo directo con las instituciones. También, razones para querer mantenerse en el poder por los mismos mecanismos electorales por los que accedió a él. O, si pierde, para intentar el retorno.
Esa es la oportunidad que tenemos frente a nosotros: una fundamental normalización y estabilización, en medio de los debates que generan el reformismo y el cambio. Lo otro es un escenario de juicio final, que puede convertirse en una terrible profecía autocumplida.
El martes marcharon contra el Gobierno numerosas gentes en las calles. Antes, otras tantas lo habían hecho a favor. Algunas reformas propuestas por la administración pasaron; otras se cayeron. Ha habido algunas mejoras ostensibles. Por ejemplo, ni la policía ni el ejército disparan sistemáticamente contra la gente. A la vez, la autoridad ya ha tenido que enfrentar su cuota de tormentas.
¿A qué les suena esto? Cada quien interpreta, claro, las melodías según su experiencia y sus gustos. Les confieso que a mí me suena a lo siguiente: a Gobierno común y corriente, cumpliendo sus funciones. A veces bien, a veces con problemas. A unos les gusta lo que está haciendo. A otros no. Si los primeros prevalecen sobre los segundos, habrá alternación en el poder en relativamente poco tiempo. De lo contrario, continuará este proyecto, en cabeza de otro líder (u otra lideresa). Cuatro dimensiones muy sensibles y muy importantes a las que el Gobierno debe prestar atención para que este último escenario se haga realidad: calidad del personal en las elecciones, relación con las decenas de miles de familias vinculadas laboral y afectivamente a la Fuerza Pública, respuesta rápida a demandas de sus bases sociales más fuertes y crecimiento económico.
Una lectura contraria, apoyada con entusiasmo desde ciertos círculos, es que nos acercamos al armagedón: a la lucha final entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal. Como la política es recursiva (las interpretaciones relevantes de la realidad hacen parte de la realidad), es bueno preguntarse cuáles efectos puede tener esa retórica. Y la respuesta tiene que partir de una comprensión de lo que sucedió en los últimos años y de hacia dónde vamos.
Durante la década pasada se volvió cada vez más difícil gobernar en Colombia. De la matriz uribista —que había obtenido un consenso gigantesco— salieron dos grandes corrientes, una encabezada por el propio caudillo, otra por Santos. Aunque los dos gobiernos de este último obtuvieron un importante acuerdo de paz, este terminó siendo rechazado en las urnas por una (mínima) mayoría. En 2018, buena parte de la coalición santista apoyó al candidato de Uribe, Duque, para impedir que Petro llegara al poder. Pero, por una parte, el gobierno de Duque fue catastróficamente malo (violento y corrupto a más no poder) y, por otra, quedó cada vez más claro que en Colombia ya había un voto de izquierda muy significativo.
Pues en 2022 ganó Petro. No se acabó el mundo. De hecho, llegó al poder de la mano de buena parte de las fuerzas tradicionales. También estableció un importante puente de entendimiento con Uribe y la gran ganadería. Si el primer vínculo se ha ido deshaciendo, el segundo aparentemente se mantiene. Las reformas claves propuestas por el petrismo no tienen nada de extraordinario y el que a algunos les parezcan tan agresivas solo revela qué tan conservador es nuestro país. No hay un solo indicio de que estemos en medio de un “experimento socialista”, según la divertida expresión de un representante de la extrema derecha. El propio presidente dijo en su discurso inaugural que su esfuerzo sería mejorar y dinamizar el capitalismo. El nuestro, el realmente existente.
Si logra llevar a buen término parte de su programa —es claro que no sacará adelante todo—, entonces la fea y extraña democracia colombiana habrá pasado, contra todo pronóstico, un examen fundamental. El masivo voto de izquierda —que ya no se puede disciplinar a punta de bala y desapariciones— tendrá un vínculo directo con las instituciones. También, razones para querer mantenerse en el poder por los mismos mecanismos electorales por los que accedió a él. O, si pierde, para intentar el retorno.
Esa es la oportunidad que tenemos frente a nosotros: una fundamental normalización y estabilización, en medio de los debates que generan el reformismo y el cambio. Lo otro es un escenario de juicio final, que puede convertirse en una terrible profecía autocumplida.