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Se cumplieron mil días del comienzo de la invasión rusa a Ucrania. Haciendo gala de una enorme irresponsabilidad, Joe Biden, el presidente saliente de los Estados Unidos, autorizó la entrega a Ucrania de misiles de largo alcance para golpear objetivos en territorio ruso. Mientras tanto, Putin ajustó una vez más la doctrina rusa, para permitir una respuesta nuclear en eventualidades que se parecen demasiado a lo que ya está sucediendo.
Entender la naturaleza del régimen de Putin no puede llevar a la exculpación de Estados Unidos y Europa, que con la incesante expansión de la OTAN provocaron el cataclismo político humano actual, de cuyo advenimiento tuvieron todas las señales posibles. De nuevo, la palabra irresponsabilidad es lo primero que viene a la mente.
¿Y ahora? Antes de la provisión de los misiles, Ucrania estaba recibiendo una golpiza continua en el campo de batalla –y además enfrentaba serios problemas demográficos y políticos (peores o al menos más urgentes que los de los rusos). No sé si las nuevas armas cambien la situación. Pero sí es claro que son un salvavidas para mantener la causa ucraniana en pie, mientras Trump llega a la Casa Blanca.
El presidente electo de los Estados Unidos ha prometido resolver el conflicto en cosa de 15 minutos. Por ello, ya más de uno ha manifestado sus esperanzas frente a Trump: por lo menos peleará menos, bombardeará menos. Tal optimismo va acompañado de toda clase de exhortaciones. Hasta de Pablo Beltrán, con el tono comedido que le escatima a Petro. Vivir para ver.
La esperanza, cierto, es sentimiento loable, y no quiero ser un aguafiestas, pero les recomendaría no hacerse ilusiones. No: Trump no es un aislacionista excéntrico pero amable. Es tan guerrerista como Biden, quizás más, solo que de manera distinta. Cierto: los liderazgos del Partido Demócrata absorbieron las doctrinas de los halcones neoconservadores, de expandir violentamente la democracia y completar así el triunfo de Occidente sobre sus rivales (la trayectoria de Victoria Newland, sobre la que hablé en una columna anterior, revela esto con fantástica claridad). Este jingoísmo liberal nos tiene al borde del desastre.
Pero la opción de Trump tampoco es bonita. Busca alinear sus objetivos a las realidades materiales y electorales con las que tiene que lidiar. Los Estados Unidos quieren seguir siendo el imperio dominante, pero no pagar los costos por serlo (es decir, impuestos para los ricos y servicio militar para la gente del común). Esto implica una reorientación de su política exterior, apoyada en el cambio tecnológico, que Trump y su gente tienen clara: hacer las paces con Putin y sabotear las estructuras europeas y atlantistas alrededor de valores autoritarios compartidos y de la necesidad de aliviar presiones financieras, golpear a los árabes aún más, desarrollar la ofensiva contra China y convertir de nuevo a América Latina en su patio trasero. Todo esto lo puede hacer sin grandes inversiones (al menos mientras la guerra contra China se mantenga en el plano económico) entre otras cosas porque cuenta con terceros para desarrollar sus iniciativas: Netanyahu, la derecha extremista latinoamericana, etc.
El gabinete de Trump es en ese sentido extraordinariamente revelador. El secretario de estado Marco Rubio es una estrella de la derecha latinoamericana. Se entenderá a la maravilla, si no lo hace ya, con la nuestra. El ministro de Defensa, Peter Hegseth, es un agresivo guerrerista y expresentador de Fox News que ha protegido a criminales de guerra (argumentando en su libro programático que la defensa de los derechos humanos acaba con la moral del ejército. ¿Suena conocido?). Como parece altamente deseable en el currículo de los candidatos a ministro de Trump, está acusado de ataque sexual. Lo mismo el nominado jefe de la justicia Matt Gaetz (a menores).
Lo previsible entonces es la liberación de fuerzas y recursos en Ucrania: eso alivia. Y su reorientación en contra de diferentes regiones del mundo, incluida la nuestra. Ya no tan chévere.