La propuesta de montarnos sobre las nucas un “Estado de opinión” va muy en serio. Originalmente estaba destinada a servir dos finalidades básicas, pero —algo que sucede frecuentemente con el uribismo y no por casualidad, como argumentaré más abajo— se terminó convirtiendo en una herramienta multipropósito.
¿Cuáles son esos dos objetivos primarios? Primero: garantizarse la impunidad a toda costa. El uribismo, tanto por la trayectoria de buena parte del personal dirigente que lo compone como por la de los grupos sociales cuyos intereses representa, no puede tolerar no digamos la verdad en un proceso de paz, sino simplemente el normal funcionamiento de la justicia. Por eso durante sus dos administraciones el caudillo hostilizó, calumnió y mandó chuzar a las altas cortes. Muchos de sus discípulos ven en la agitación contra la Justicia Especial para la Paz (JEP) un pretexto para el arreglo de cuentas definitivo, para el cataclismo político que les permita refundar la patria.
Lo cual me lleva al segundo objetivo: llegar a una suerte de arreglo semiautoritario. Nada parecido al fascismo. Más bien un tipo de gobierno en el que ciertos sectores sociales estén por encima de la ley y otros tengan acceso privado a los grandes medios de violencia, mientras el caudillo dirime la asignación de recursos claves. Entre estos últimos está incluida la inocencia (o culpabilidad), al menos en coyunturas críticas o cuando el sistema de fueros del régimen se encuentre bajo amenaza. ¿Se acuerdan de los mal llamados falsos positivos? “No estarían recogiendo café”.
Es claro que una parte sustantiva del uribismo pedalea en esa dirección, y algunos periodistas (como la vecina de columna Cecilia Orozco) están mostrando cuán densa es la red de clientelas dispuesta a jugársela por él. Pero eso implica inevitablemente que la idea empieza a servirle a mucha gente. Todo ese hinterland uribista oscurísimo, lleno de hampones, tramposos, matones, calumniadores y lleva-y-traes puede encontrar en un proyecto de esa naturaleza la oportunidad dorada para hacer sus propios negocios, arreglar sus propias pequeñas impunidades o salir de las sombras con un gran golpe. A Duque, quien parece estar dispuesto a no detenerse ante ninguna vileza, la idea le sirve así sea como amenaza creíble en el caso no tan inverosímil de que su ya aplastante impopularidad se transforme en una oleada de malestar y protesta.
Pero esto me lleva a la pregunta sobre la probabilidad de éxito de esta aventura. Claro: hacer cuentas alegres es malo para la salud. Pero peor aún es no seguir con atención los procesos de cambio. El lugar en la opinión del uribismo se ha deteriorado cualitativamente; lo dicen hace rato las encuestas y lo corrobora la calle. Parecería que tiene más magistrados la JEP —al menos contando los auxiliares— que participantes el ridículo plantón congregado esta semana en la plaza de Bolívar contra ella.
¿Qué puede haber incidido en esto? Muchos factores. Cansancio y exasperación. Rechazo. Desencanto. En general, pero quizás también en sectores claves. Acaso militares que no quisieran manchar su uniforme. O que lo han manchado ya, pero que descubrieron de repente que mientras ellos cometían los crímenes, quienes los azuzaban y habilitaban lograron protegerse detrás de una sólida muralla de impunidad (como el general Rito Alejo del Río; numerosos políticos están en análogo trance).
No me malentiendan: el uribismo sigue siendo una gran fuerza política. Pero hablar hoy de armonía inefable entre el pueblo y el caudillo cuando este cuenta con 30 % y monedas de imagen positiva suena raro. Hay algo que no cuadra. Más aún ahora, en vísperas de que Duque lance virulentos programas (comenzando por la fumigación con glifosato) contra la paz y contra los colombianos. Como Duque se declaró —a propósito del referendo contra la justicia— amigo de las “iniciativas ciudadanas”, seguramente no le moleste que surjan muchas que nos quieran recordar que la tal armonía (ya) no existe.
La propuesta de montarnos sobre las nucas un “Estado de opinión” va muy en serio. Originalmente estaba destinada a servir dos finalidades básicas, pero —algo que sucede frecuentemente con el uribismo y no por casualidad, como argumentaré más abajo— se terminó convirtiendo en una herramienta multipropósito.
¿Cuáles son esos dos objetivos primarios? Primero: garantizarse la impunidad a toda costa. El uribismo, tanto por la trayectoria de buena parte del personal dirigente que lo compone como por la de los grupos sociales cuyos intereses representa, no puede tolerar no digamos la verdad en un proceso de paz, sino simplemente el normal funcionamiento de la justicia. Por eso durante sus dos administraciones el caudillo hostilizó, calumnió y mandó chuzar a las altas cortes. Muchos de sus discípulos ven en la agitación contra la Justicia Especial para la Paz (JEP) un pretexto para el arreglo de cuentas definitivo, para el cataclismo político que les permita refundar la patria.
Lo cual me lleva al segundo objetivo: llegar a una suerte de arreglo semiautoritario. Nada parecido al fascismo. Más bien un tipo de gobierno en el que ciertos sectores sociales estén por encima de la ley y otros tengan acceso privado a los grandes medios de violencia, mientras el caudillo dirime la asignación de recursos claves. Entre estos últimos está incluida la inocencia (o culpabilidad), al menos en coyunturas críticas o cuando el sistema de fueros del régimen se encuentre bajo amenaza. ¿Se acuerdan de los mal llamados falsos positivos? “No estarían recogiendo café”.
Es claro que una parte sustantiva del uribismo pedalea en esa dirección, y algunos periodistas (como la vecina de columna Cecilia Orozco) están mostrando cuán densa es la red de clientelas dispuesta a jugársela por él. Pero eso implica inevitablemente que la idea empieza a servirle a mucha gente. Todo ese hinterland uribista oscurísimo, lleno de hampones, tramposos, matones, calumniadores y lleva-y-traes puede encontrar en un proyecto de esa naturaleza la oportunidad dorada para hacer sus propios negocios, arreglar sus propias pequeñas impunidades o salir de las sombras con un gran golpe. A Duque, quien parece estar dispuesto a no detenerse ante ninguna vileza, la idea le sirve así sea como amenaza creíble en el caso no tan inverosímil de que su ya aplastante impopularidad se transforme en una oleada de malestar y protesta.
Pero esto me lleva a la pregunta sobre la probabilidad de éxito de esta aventura. Claro: hacer cuentas alegres es malo para la salud. Pero peor aún es no seguir con atención los procesos de cambio. El lugar en la opinión del uribismo se ha deteriorado cualitativamente; lo dicen hace rato las encuestas y lo corrobora la calle. Parecería que tiene más magistrados la JEP —al menos contando los auxiliares— que participantes el ridículo plantón congregado esta semana en la plaza de Bolívar contra ella.
¿Qué puede haber incidido en esto? Muchos factores. Cansancio y exasperación. Rechazo. Desencanto. En general, pero quizás también en sectores claves. Acaso militares que no quisieran manchar su uniforme. O que lo han manchado ya, pero que descubrieron de repente que mientras ellos cometían los crímenes, quienes los azuzaban y habilitaban lograron protegerse detrás de una sólida muralla de impunidad (como el general Rito Alejo del Río; numerosos políticos están en análogo trance).
No me malentiendan: el uribismo sigue siendo una gran fuerza política. Pero hablar hoy de armonía inefable entre el pueblo y el caudillo cuando este cuenta con 30 % y monedas de imagen positiva suena raro. Hay algo que no cuadra. Más aún ahora, en vísperas de que Duque lance virulentos programas (comenzando por la fumigación con glifosato) contra la paz y contra los colombianos. Como Duque se declaró —a propósito del referendo contra la justicia— amigo de las “iniciativas ciudadanas”, seguramente no le moleste que surjan muchas que nos quieran recordar que la tal armonía (ya) no existe.