Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Los duros conflictos que han caracterizado a Colombia en las últimas décadas han llevado a muchos observadores a concluir que “el centro no existe” o que es idéntico a la derecha. Aunque la inferencia es tentadora, no creo que sea adecuada ni que conduzca a visiones de futuro viables y sostenibles.
El centrismo es al menos tres cosas simultáneamente. Primero: una retórica. “Estoy entre dos extremos nocivos”. Segundo, una disposición anímica hacia la moderación. Tercero, una tradición política e intelectual (es la distinción que establece un librito estupendo, muy crítico pero a la vez bastante favorable a los centristas, de Dunt y Lynskey (2024): Centrism. The story of an idea, Weinfield and Nicholson, Kindle Edition).
En Colombia, por desgracia, en los últimos años predominó la retórica. La idea era que la polarización constituía el gran problema de un país aquejado por múltiples errores y horrores. Como dicen muy bien Dunt y Lynskey, se trata de la “política de Ricitos de Oro”: “señor Oso, es mejor que la sopa no esté ni muy fría ni muy caliente”. Si mal no recuerdo, de hecho la revista Semana, cuando aún no era una sentina, sacó unos cuantos elogios a la tibieza de ese tenor. Más aún, la pretendida lucha contra la polarización solo ha funcionado en un sentido. Se convirtió en una expresión en clave de la voluntad de no querer molestar al uribismo. Pero en la otra dirección rara vez se vio la “disposición de ánimo” moderada y equilibrada de los autodenominados centristas, sino una crispación cercana a la histeria (a menudo marcada por un clasismo más o menos obvio). Mucho de esto se observa en la oposición a rajatabla de Carlos Fernando Galán a la movilización popular, a diferencia de la posición explícita de su padre en favor de ella, como variable fundamental para el mejoramiento del país.
Pero el contraste nos recuerda que hay muchos centrismos. No es conveniente meterlos en un solo saco. Está el centrismo del joven Churchill, entusiasta de Mussolini, chovinista y vagamente antisemita, y el del viejo Churchill, gran líder de la lucha antifascista. Está el de los constructores del estado de bienestar europeo, o el de Von der Leyen, la terrible figura que hoy representa al continente. Está el de Roosevelt y el de Biden. El de Stuart Mill (que, con todos sus límites, tenía mucho que decir sobre la inclusión social, comenzando por la de las mujeres) y el supuesto de Hayek. El de López Pumarejo o el de Duque, si es que ambos personajes caben en una misma frase. No hablemos ya de que varias corrientes centristas también están en el proyecto actual del progresismo.
Además, el estado de ánimo que propende por la tranquilidad puede ser al menos dudoso entre los liderazgos, pero predominar coyunturalmente entre amplios sectores de la población. Esto es lo que parecería estar pasando en Colombia, si hemos de creer a varias encuestas recientes.
Todo esto plantea interrogantes serios no solo a nuestro centrismo, sino a todas nuestras fuerzas políticas. El primero es cómo compatibiliza el centrismo de nuevo cuño su ubicación en el espectro político con su pulsión por la pureza (renuencia a ciertas alianzas, etc.). No entender la tensión entre ambas posiciones fue una de las razones de su autodestrucción en las pasadas elecciones. ¿Cómo las compatibilizará ahora? El segundo: ¿tiene algo que ofrecerle al país, alguna idea nueva, generosa, incluyente? ¿Algo aparte de la rabia y el miedo de sectores de los ricos y la clase media alta blanca a un país que cambia? Tercero: ¿irá más allá del simple rechazo a nuestra política tradicional, centrista por antonomasia? ¿Qué tiene que decir el centrismo del siglo XXI sobre esta tradición, a la vez extraordinaria y terrible? Más generalmente: ¿Cuáles son sus raíces en Colombia?
Sus proyectos podrán o no desinflarse. Intuyo que esto dependerá de su capacidad de contestar tales preguntas.
