¿Clásico, detestable o todas las anteriores?
Este año se cumplieron 160 del nacimiento del sociólogo y economista alemán Werner Sombart. Un poco como se solía hacer en nuestro Congreso (producir una constancia de felicitación al municipio X por los 139 años de la pavimentación de su vía principal), aprovecho el pretexto para ilustrar las duras complejidades subyacentes a la relación entre análisis social y participación pública.
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Este año se cumplieron 160 del nacimiento del sociólogo y economista alemán Werner Sombart. Un poco como se solía hacer en nuestro Congreso (producir una constancia de felicitación al municipio X por los 139 años de la pavimentación de su vía principal), aprovecho el pretexto para ilustrar las duras complejidades subyacentes a la relación entre análisis social y participación pública.
La trayectoria de Sombart es fácil de describir. Como su colega, hoy mucho más conocido, Max Weber, se interesó desde el principio de su carrera por interpretar los mecanismos subyacentes a la evolución del capitalismo, pero también al desarrollo tardío (del cual Alemania era una expresión). Produjo en el curso de sus reflexiones un par de obras que, a mi juicio, constituyen clásicos de las ciencias sociales. Pero, como sucedió con otras tantas luminarias del pensamiento social europeo, la Primera Guerra Mundial lo empujó en una dirección agresivamente nacionalista. En medio de ella escribió un opúsculo que se llamaba algo así como Héroes y mercaderes, cuyo argumento principal era el siguiente: la inglesa era una civilización de mercaderes, comercial e individualista; la alemana, una de héroes y combatientes.
En lugar de olvidarse de tal caricatura (¿quién no tiene un momento tonto?), siguió desarrollando su reflexión en esa dirección, lo que implicó que llegara a conclusiones que negaban los avances de la Revolución francesa, que denunciaban amargamente el individualismo y que promovían un “socialismo” en donde la comunidad nacional predominaba siempre sobre cualquier interés grupal o personal. El individualismo, cómo no, era la expresión del desviado espíritu judío, contrario al sano gregarismo alemán. Todo esto contribuía, de manera apenas velada, a la legitimación del nazismo, que estaba llegando al poder.
Por alguna razón, Sombart no llevó esta espantosa deriva a su conclusión lógica. Al contrario de otros pensadores alemanes que sí se involucraron abiertamente con los nazis, como el jurista Carl Schmitt, de quien era amigo, Sombart se refugió durante el régimen hitleriano en una especie de malhumorado exilio interior, sin nunca condenarlo.
Tal vez eso explique su olvido actual. Muy pocos analistas lo leen hoy y muchos ni siquiera saben quién fue. Sin embargo, Schmitt —quien, aparte de haber apoyado con toda la fuerza de su brillantez al nazismo, nunca se excusó por ello— sigue siendo analizado y reivindicado en muchos círculos (también aquí en Colombia). No hablemos ya de otros autores de buen recibo aquí y acullá, como Heidegger, pero que claramente estuvieron involucrados en distintas formas de colaboracionismo.
Recordar la parábola de Sombart es útil por al menos dos razones. La primera de ellas es simplemente recomendar su lectura. Muchas de las cosas que encontró (por ejemplo, los orígenes organizacionales del capitalismo) siguen vigentes y están esperando a alguien que las desarrolle. A propósito, es mucho más legible que Max Weber, ese otro gigante del pensamiento social, quien fue su contemporáneo. El tipo sí que sabía contar una historia (aunque fuera una historia más bien descabellada, como la de sus héroes y mercaderes). La segunda, harto menos amena, es recordar que la inteligencia y el buen sentido no siempre van de la mano. Esta disyunción afecta a todo el mundo, sin excepción. Pero, a la vez, la participación pública a menudo es una responsabilidad ineludible. No solo eso: en muchas ocasiones constituye el origen de toda la reflexión social. E incluso cuando no es así, en lugar de deteriorar su calidad, puede mejorarla. Bastaría con leer a Maquiavelo para entenderlo, y de ahí en adelante. Por tanto, es imposible ponerse totalmente a cubierto de “los monstruos de la razón”. Sin embargo, cultivar activamente las capacidades de dar un paso atrás y mirar las cosas desde una perspectiva larga, y de desconfiar y burlarse de uno mismo, podrían moderar los riesgos de la participación, sin enfriar en lo más mínimo los apasionamientos y la convicción que aquella (la participación) demanda.