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Justo en la antesala del día consagrado a las víctimas de la desaparición forzada, se le ocurrió a un fiscal —Jorge Ricardo Sarmiento— circular la peregrina teoría de que no había habido desaparecidos durante ese oscuro episodio que fue la toma del Palacio de Justicia. Como si no hubiera habido ya una Comisión de la Verdad, así como múltiples investigaciones previas, que publicaron los listados, las pruebas y las circunstancias en las que se produjo cada evento. Como si los colombianos no hubiéramos visto a lo largo de décadas a los familiares de las víctimas, exigiendo —con una persistencia admirable— justicia, reparación y un mínimo de decencia. Parece que ni siquiera esto último podrán dar por sentado.
El repugnante episodio tiene para mí múltiples implicaciones. Primera: poner sobre el tapete la pregunta de a qué juega la Fiscalía. ¿Qué es lo que pretende? Me queda difícil creer que este sea el simple desliz de la proverbial manzana podrida. Si no lo es, si se trata de un patrón de comportamiento, entonces vale la pena recordar que investigaciones cruciales —comenzando por las de los asesinatos de líderes sociales— pasan por sus manos. ¿Qué tan confiables son las cifras y los análisis que produce la entidad? ¿Qué tan creíbles son sus ya rutinarias exculpaciones? Por otra parte, hay que decir que el prestigio de Medicina Legal —que al menos parcialmente se prestó para la operación promovida por Sarmiento— no podría estar ya más por los suelos. Una recomendación amable: mejor sería para la agencia tratar de recuperar algo de independencia. Si no lo hace, si queda prisionera de su imagen actual de asistente de la opaca agenda política de su hermana mayor la Fiscalía, perderá el último resto de autoridad que le queda.
La segunda: recordar que la desaparición ha sido uno de los delitos más brutales, más extendidos y más desatendidos del conflicto armado colombiano. Nadie se lamenta por él, casi nadie lo ha rechazado y estigmatizado desde las altas esferas (espero que algún lector amable me ayude con casos concretos con los que pueda sustentar este “casi”). Hay evidentemente crímenes que parecerían tener entre ciertos círculos mucho más cartel. Sin embargo, la desaparición en Colombia ha sido al mismo tiempo masiva y tremendamente destructiva. Masiva: estoy ya casi seguro de que hay una brutal subestimación en los conteos de desaparecidos en el país. Casi nunca me refiero en esta columna a los trabajos académicos que estoy desarrollando, pero aquí haré una excepción: con base en análisis detallados de distintas fuentes, creo ahora firmemente que el número de desaparecidos en Colombia está fuertemente subestimado. Independientemente de esto, 30.000 u 80.000 —que son los límites inferior y superior que habitualmente se citan— ya son en todo caso cifras aterradoras. La abrumadora mayoría de estas personas fueron ejecutadas extrajudicialmente. Muchas de ellas duraron horas y días en cautiverio, sometidas a tortura física o a la sicológica de saber ya que serían asesinadas. Ni hablemos del sufrimiento al que han sido sometidos sus familiares durante años, a veces décadas.
La tercera: esto podría constituir un globo de prueba para una ofensiva negacionista seria. Por un lado, se trata de una de las formas más simples y contundentes de volver trizas el Acuerdo de Paz, que en esta materia hizo avances significativos y creó una Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas (a propósito: su directora respondió con claridad y contundencia a este intento de reescribir la historia). Por el otro, es una manera de crear un “debate” y una “polémica” alrededor de juegos de palabras y subterfugios, en el estilo del negacionismo clásico. Y alrededor de una tragedia que no se puede calificar de pequeña: estamos hablando de la destrucción de decenas de miles de vidas humanas en las más sórdidas circunstancias.
Si no queremos ser cómplices de esto, no dejemos que nos desaparezcan a los desaparecidos.