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Lo único que se puede predecir de los Estados Unidos en la actualidad es que su impredecibilidad continuará durante un buen tiempo.
Me explico: en dos semanas cortas tendrán lugar sus elecciones. En realidad, ya han sufragado decenas de miles de votantes por correo. Las encuestas dan un cabeza a cabeza apretadísimo entre los dos candidatos, Donald Trump y Kamala Harris. Esta última, después de ser ungida por la convención de su partido, el Demócrata, parecía estar tomando la delantera y acorralando a Trump, pero este logró neutralizar el impulso de su rival. Tenemos, pues, un empate técnico.
También en los estados claves. Como se sabe, en el complicado sistema electoral estadounidense, el presidente no se escoge por el voto de la ciudadanía, sino por un colegio electoral, según el resultado en cada estado. Por consiguiente, la carrera en realidad se ha concentrado en el puñado de estados disputados (es decir, aquellos que no tienen mayoría clara ni de los republicanos ni de los demócratas).
¿Y después? Viene el conteo. Ni Trump ni su partido van a aceptar el resultado si pierden. En uno de sus muchos eventos –en realidad, fiestas identitarias, en donde con alguna frecuencia adopta un tono francamente surrealista– Trump ya lo dijo, casi literalmente: el que escruta elige. Asómbrense. Pero esa frase tan común entre nosotros, como constatación lánguida, es por esos lares también una consigna y a la vez una directiva: ya hay un ejército de militantes republicanos operando sobre el conteo de los votos, “para que no pase lo de 2020″ (el supuesto robo que le hicieron a Trump). Peor, según las reglas de algunos estados, incluyendo a algunos de los disputados, como Georgia, el resultado del conteo llegará después de varios días. Una situación explosiva, con unas reglas de juego enredadísimas –en ambos sentidos: objetivamente difíciles de entender, y complicadas a propósito por politicastros regionales y locales, a menudo con el fin de obstaculizar el voto de negros, latinos y pobres–.
¿Y qué tal si Trump gana? El multimillonario no ha hecho de sus tendencias autoritarias ningún secreto. La última declaración en esa dirección –entre un flujo ininterrumpido de extravagancias– es que le hubieran hecho falta generales como los que tuvo Hitler. Algunos de sus amigos ricos también se permiten sus propias locuras. Elon Musk ofreció dinero en efectivo a quien se decantara por Trump. De manera abierta, sin males de consciencia y, al parecer, apenas bordeando el código penal. Cuánta envidia, de la sana, no producirán estos eventos entre algunas de nuestras casas políticas.
Pero por los lados de los demócratas, las cosas tampoco van terriblemente bien. Por supuesto, la agenda liberal expansionista de la administración Biden, culminada por el genocidio de Gaza, lo mancha todo. También está Ucrania, en donde el frente se está cayendo a pedazos (algo de lo que yo tendría que haber escrito hace rato), y la intentona de ofensiva hacia China, que se ha enredado, pero no por falta de voluntad. Y en lo puramente operacional, la orientación extrema que ha adoptado el partido republicano les parece a muchos de sus dirigentes y formadores de opinión tan estúpida que no se pueden imaginar las razones que subyacen a ella. Tampoco han podido desarrollar muchas herramientas para hablarles a esos republicanos del común, pero de preferencias extremistas, aparte de la de decirles que son unos imbéciles.
Ojo: que no nos vaya a pasar a nosotros. Trump, claro, se ha esmerado en darles material de sobra a los brillantes humoristas que lo destrozan rutinariamente. Pero hay algo más, que no es solo retórico, que hace que su apelación pública sea atractiva para millones de personas, que lo siguen con fidelidad. El mundo –político, académico, de tomadores de decisiones– se ha quedado corto a la hora de entender fenómenos como esos; “aquí, allá, y en todas partes”, como dice la bella canción de Paul McCartney.