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Duque nos enseña

Francisco Gutiérrez Sanín
22 de julio de 2022 - 05:30 a. m.
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Este gobierno se despide en su ley: agresividad, saqueos al erario, maniobras para dejar bien colocados a sus amiguitos, insolente descaro. Duque y su gente se hacen a la ilusión de que así quedarán atornillados. Pero revelan a la vez su carencia total de un mínimo de dignidad republicana. Y se hunden cada vez más en el pantano de su propio desprestigio.

Su proceder en estas semanas es un muestrario elocuente de al menos algunas de las razones que subyacen a la catástrofe electoral del uribismo en este 2022. También —de una manera indirecta, pero poderosa— enseña muy bien por qué el reformismo agrario colombiano debería incluir lo contenido en el Acuerdo de Paz, que es claramente positivo, pero también acciones que vayan más allá.

Doy hoy un ejemplo, pero espero en próximas columnas poder plantear otros más. Como denunció Noticias Uno, el Gobierno se despide premiando a un grupo de personas con unas notarías. A propósito de esto, Margarita Rosa de Francisco se preguntaba en Twitter: “¿Por qué los notarios ganan tanto? ¿No son funcionarios públicos…? ¿Cómo se gana uno ese puesto?”.

Son preguntas muy buenas. La historia del notariado en Colombia es larga, dura e importante. Contrariamente a lo que pasa en muchos otros países —comenzando por nuestros vecinos andinos—, los notarios NO son funcionarios; son particulares encargados de la guarda de la fe pública. Por eso, las mejores notarías facturan millonadas (que en cambio deberían ir a las arcas del Estado). Y también por eso, las notarías se convirtieron en uno de los premios partidistas y faccionales más apetecidos: para los amiguitos de la respectiva red. Tener a figuras directamente asociadas a la lucha política —también a grandes terratenientes— asignando y especificando los derechos de propiedad ha significado agregarles dinamita a nuestros conflictos agrarios.

Desde la Constitución de 1991, se suponía que los notarios se elegirían por concurso. Pero eso no pasó. Era una piñata demasiado sustanciosa como para cederla fácilmente. A la cabeza de la agencia que supuestamente regula la actividad notarial llegaron validos y familiares de toda clase de poderes fácticos, muchos de ellos metidos hasta los tuétanos en el mundo de la ganadería extensiva. Tremendamente diciente es la coima exigida por el superintendente Manuel Cuello Baute al notario de Montelíbano en 2002 —lo que le valió la destitución—: 10 novillos. No debe sorprender, pues, que los notarios estuvieran en los primeros lugares del reparto de los protagonistas del masivo y violentísimo despojo que sufrieron durante lustros los campesinos colombianos.

Claro: hay muchos notarios probos. El problema es el diseño institucional, que convierte la figura en un fabuloso botín y por tanto en un foco donde confluyen toda clase de dinámicas clientelistas. Respondiendo a esto, con su Sentencia 250 de 1998, la Corte Suprema intentó racionalizar la designación de notarios. Después siguieron otras decisiones judiciales y una ley, en esa misma dirección. Pero las notarías siguieron siendo una figura central para el mundo clientelista. Fue la cesión de dos de ellas a sendos congresistas lo que permitió la aprobación de la figura de la reelección presidencial, para que Uribe pudiera seguir en el poder entre 2006 y 2010 (la llamada “yidispolítica”).

Finalmente, se empezaron a hacer los concursos, pero ellos han estado marcados por problemas, nuevos escándalos y numerosas discrecionalidades. Súmesele a esto el hecho de que la Superintendencia sirve a menudo a los intereses que se supone regula (de nuevo, creo que por diseño).

Si usted, estimada lectora, va a comprar o a vender un apartamento, o a sacar una fotocopia, ninguna de estas cosas saltará a la vista. Pero si hay un conflicto rural alrededor de los derechos de propiedad en el campo, ¿adivinen qué puede pasar? En general, pero en particular en un país como el nuestro, parecería muchísimo más sano tener un esquema de funcionarios bien pagos, competentes, de carrera. ¿Lo lograremos?

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