En el momento en que escribo estas líneas, la situación provocada por el proyecto Hidroituango es crítica. Sólo cabe esperar que no degenere en una tragedia de proporciones. Afortunadamente, hasta el momento no ha habido muertos, y la orden de evacuar parece que llegó a tiempo. Aun así, pienso en la disrupción de la vida de las comunidades ribereñas, en las pérdidas causadas a sus precarias economías, en los riesgos y miedos a los que fueron expuestas, en el hecho de que con certeza no serán adecuadamente compensadas, y se me paran los pelos de punta. Entre otras cosas, porque todo el episodio se hubiera podido evitar.
Esto, por otra parte, significa que de pronto alguna lección positiva pueda sacarse de esto, con tal de que un par de altos funcionarios se metan por fin en la cabezota que nuestra cultura de la chambonería (“echando a pique se aprende”, “no importa si se hace bien o no con tal de que se haga”) sólo deja catástrofes y deudas enormes de todo tipo (económicas, políticas, sociales). Esta chambonería nuestra, que todos terminamos padeciendo de diferentes maneras, tiene raíces hondas, pero en este caso se expresa en cuatro formas de proceder. Primero, en lugar de evaluar cuidadosamente las evidencias a favor y en contra, desconocer sistemáticamente las segundas y usar solamente las primeras. “Esto se hace sí o sí”. Cuando se procede así ya se ha tomado la ruta del desastre. Segundo, un secretismo a toda prueba, que permite esconder información crítica a la ciudadanía y a los auditorios más directamente afectados por el proyecto. Tercero, mantener bajo llave los problemas aun cuando ya se han salido de control. El ejemplo más indignante de esto es Luis Pérez, quien ahora tiene la cara dura de escribir una carta contándole a un país atónito que la situación es grave. Sí, sí, estoy hablando del mismo Luis Pérez que hacía un par de días había declarado con irresponsable desfachatez que lo que pasaba era una “película de ficción” y una “telenovela”. A propósito: ¡cuántos géneros artísticos maneja el gobernador!: poesía urbana, telenovela, cine… ¿Tal vez por eso no le queda tiempo para considerar fruslerías como el bienestar de su gente?
Pero hay una cuarta fuente de chambonería, de la que se ha hablado poco hasta ahora: ignorar por principio lo que dice la gente. Una organización social, el Movimiento Ríos Vivos, venía advirtiendo desde hace rato que esta cosa estaba mal pensada, mal diseñada, peligrosamente mal implementada. ¿Serían estas advertencias las que Luis Pérez descontaba como una “telenovela”? En su oposición al proyecto, cuatro personas asociadas al movimiento ya han sido asesinadas, según cuenta una lideresa. Que no vayan a salir ahora con la explicación siciliana de que estos también fueron líos de faldas.
Este cuarto mecanismo subyacente a la implementación de proyectos de… ¿de qué? ¿de subdesarrollo?, me lleva a la siguiente reflexión. Algunos empresarios y tecnócratas —algunos con seguridad bien intencionados— han hecho énfasis en los costos de la participación. Por eso ha estado permanentemente en la agenda acabar con la consulta previa y aun con la tutela. Bueno, es indudable: la participación tiene costos. Pero Hidroituango está mostrando la otra cara de la moneda: tiene beneficios potencialmente enormes, como la capacidad de movilizar las energías de gente dinámica y comprometida y de generar señales de alarma a tiempo (algo que el gran Hirschman mostró brillantemente en su libro clásico Salida, voz y lealtad). No nos podemos pasar sin ella. Eso no significa que las gentes que se movilizan siempre tengan la razón, o que sean ángeles; quiere decir en cambio que generan insumos únicos para gobernar bien.
Pero en Colombia, todas estas demandas han podido ser desestimadas —y frecuentemente excluidas a punta de bala—. Gracias a esto, cultivamos una generación de gobernantes chambones. Padecemos las consecuencias.
En el momento en que escribo estas líneas, la situación provocada por el proyecto Hidroituango es crítica. Sólo cabe esperar que no degenere en una tragedia de proporciones. Afortunadamente, hasta el momento no ha habido muertos, y la orden de evacuar parece que llegó a tiempo. Aun así, pienso en la disrupción de la vida de las comunidades ribereñas, en las pérdidas causadas a sus precarias economías, en los riesgos y miedos a los que fueron expuestas, en el hecho de que con certeza no serán adecuadamente compensadas, y se me paran los pelos de punta. Entre otras cosas, porque todo el episodio se hubiera podido evitar.
Esto, por otra parte, significa que de pronto alguna lección positiva pueda sacarse de esto, con tal de que un par de altos funcionarios se metan por fin en la cabezota que nuestra cultura de la chambonería (“echando a pique se aprende”, “no importa si se hace bien o no con tal de que se haga”) sólo deja catástrofes y deudas enormes de todo tipo (económicas, políticas, sociales). Esta chambonería nuestra, que todos terminamos padeciendo de diferentes maneras, tiene raíces hondas, pero en este caso se expresa en cuatro formas de proceder. Primero, en lugar de evaluar cuidadosamente las evidencias a favor y en contra, desconocer sistemáticamente las segundas y usar solamente las primeras. “Esto se hace sí o sí”. Cuando se procede así ya se ha tomado la ruta del desastre. Segundo, un secretismo a toda prueba, que permite esconder información crítica a la ciudadanía y a los auditorios más directamente afectados por el proyecto. Tercero, mantener bajo llave los problemas aun cuando ya se han salido de control. El ejemplo más indignante de esto es Luis Pérez, quien ahora tiene la cara dura de escribir una carta contándole a un país atónito que la situación es grave. Sí, sí, estoy hablando del mismo Luis Pérez que hacía un par de días había declarado con irresponsable desfachatez que lo que pasaba era una “película de ficción” y una “telenovela”. A propósito: ¡cuántos géneros artísticos maneja el gobernador!: poesía urbana, telenovela, cine… ¿Tal vez por eso no le queda tiempo para considerar fruslerías como el bienestar de su gente?
Pero hay una cuarta fuente de chambonería, de la que se ha hablado poco hasta ahora: ignorar por principio lo que dice la gente. Una organización social, el Movimiento Ríos Vivos, venía advirtiendo desde hace rato que esta cosa estaba mal pensada, mal diseñada, peligrosamente mal implementada. ¿Serían estas advertencias las que Luis Pérez descontaba como una “telenovela”? En su oposición al proyecto, cuatro personas asociadas al movimiento ya han sido asesinadas, según cuenta una lideresa. Que no vayan a salir ahora con la explicación siciliana de que estos también fueron líos de faldas.
Este cuarto mecanismo subyacente a la implementación de proyectos de… ¿de qué? ¿de subdesarrollo?, me lleva a la siguiente reflexión. Algunos empresarios y tecnócratas —algunos con seguridad bien intencionados— han hecho énfasis en los costos de la participación. Por eso ha estado permanentemente en la agenda acabar con la consulta previa y aun con la tutela. Bueno, es indudable: la participación tiene costos. Pero Hidroituango está mostrando la otra cara de la moneda: tiene beneficios potencialmente enormes, como la capacidad de movilizar las energías de gente dinámica y comprometida y de generar señales de alarma a tiempo (algo que el gran Hirschman mostró brillantemente en su libro clásico Salida, voz y lealtad). No nos podemos pasar sin ella. Eso no significa que las gentes que se movilizan siempre tengan la razón, o que sean ángeles; quiere decir en cambio que generan insumos únicos para gobernar bien.
Pero en Colombia, todas estas demandas han podido ser desestimadas —y frecuentemente excluidas a punta de bala—. Gracias a esto, cultivamos una generación de gobernantes chambones. Padecemos las consecuencias.