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Todos los entendidos vaticinan que el candidato a procurador del presidente, Eljach, será ungido próximamente por el congreso. Veremos si no hay sorpresas. Hay, claro, quienes ya se han rasgado las vestiduras por el hecho de que, desde un gobierno que se presenta como del cambio, se promueva a alguien sacado de las entrañas de la política tradicional. Mejor guardar las lamentaciones para otros eventos. Maquiavelo, en su historia de Florencia, decía que aquello que se hace por necesidad no puede ser respondido ni con aplauso ni con reproche. Al punto. Además, con Margarita Cabello aprendimos la de impunidades y abusos –también desinstitucionalización– que significa tener a una persona de la entraña de ciertas casas políticas en ese cargo (también en muchos otros).
Procesos como los de designación de procurador o fiscal hacen pensar sobre las deformidades de algunos de nuestros diseños institucionales y, por lo tanto, en la posibilidad de una constituyente. Lo planteo precisamente porque la idea está muerta, enterrada y atravesada por una estaca en el pecho. No creo que se pueda revivir ni hoy ni mañana. ¿Pero pasado mañana?
Tal vez. Los argumentos en contra son buenos y poderosos. Primero, la Constitución de 1991 fue, con todos los defectos que se le puedan achacar, un evento transformador trascendental. Segundo, no se puede estar cambiando de constitución cada diez o veinte años. Tercero, convocar a un evento de esta naturaleza es un salto al vacío. ¿Y si termina en una pérdida masiva de derechos? Cuarto y último, en un ambiente político envenenado, marcado por desconfianzas y la tendencia al absurdo, el simple planteamiento de la idea puede generar confrontaciones incontrolables.
Pero también hay argumentos a favor no desdeñables, que ninguna retórica acalorada puede anular. Tenemos diseños institucionales catastróficos, que están minando cada vez más nuestra vida pública. Contamos con varios monstruos burocráticos –Procuraduría, Fiscalía, Contraloría— que se han convertido en fortines políticos. Esos poderes ya causaron mucho daño. Procesos superpuestos de cambio y de paz han creado laberintos judiciales, en los que hasta los expertos tienen dificultades para orientarse. La concepción del territorio enunciada desde una multiculturalidad que estaba anclada en el orden global liberal está mostrando sus duros costos. La pregunta por la paz está aún sin responder. Sin recordar que la constitución ya fue tasajeada decenas de veces.
No es menor el que, en un momento u otro, varias fuerzas hayan expresado sus aspiraciones a un reordenamiento constitucional. Este no ha podido cristalizar porque las desconfianzas mutuas son tan grandes que cada actor se apresura a hundir cualquier iniciativa que provenga de sus adversarios. Pero la cuestión persiste: también desde un punto de vista institucional, el país es un campo minado. Y, dando un paso atrás, nuestra constitución, con todos sus méritos y la euforia que generó, se concibió desde un orden mundial que está irreparablemente roto (predije y evalué el fenómeno en varias columnas anteriores; tendré que volver a él muy pronto). Que esa sea la situación no nos debe enfriar en la defensa de una democracia real, con alternación en el poder y defensa de los derechos fundamentales de ciudadanas y ciudadanos. Más bien hace su defensa más importante y urgente. No podemos botar al niño junto con el agua sucia de la bañera, pero sí pone sobre el tapete la reflexión sobre las salidas.
Pues, en efecto, en cierta forma estamos metidos en una trampa. Por un lado, los diseños institucionales actuales tienden a reproducir los poderes fácticos de la política tradicional. Por el otro, todo el mundo quiere ajustes de fondo, pero teme que los demás tengan intenciones ocultas al promoverlos. Cualquier discusión será por tanto para después del 2026. Si hubiera un acuerdo nacional operativo, real… entonces, podrían comenzar a discutirse las condiciones para el rediseño de instituciones y procesos políticos claves. Mientras, la decisión será entre Varón, Henao o Eljach.
Nota del editor: esta columna fue escrita previo a la elección de Gregorio Eljach como procurador general.