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Llovieron rayos y centellas por la apertura del proceso de negociación con la llamada Segunda Marquetalia de Iván Márquez. Aparecieron las preguntas retóricas de siempre: “¿Hasta cuándo? ¿Tendremos una tercera, cuarta, quinta Marquetalia?”, plantea un conocido líder político. Por lo demás, los sobresaltos con el proceso de la otra disidencia, el llamado Estado Mayor Central, han sido recibidos por medios y comentaristas —no recuerdo excepciones— con algo que no puede describirse sino como entusiasmo. No hablemos de las Autodefensas Gaitanistas: llamarlas por su nombre o reconocerles aspectos políticos es ya poco menos que un acto de complicidad. Todas estas gentes son criminales. Y punto.
Es oficial, por consiguiente: Colombia —o al menos el grueso de sus formadores de opinión— no quiere oír hablar de la paz. Está cansada. O quizás simplemente tiene síndrome de abstinencia, por estar enviciada del desasosiego. No hay droga más adictiva que la adrenalina.
Por mi parte, estoy convencido no solamente de que toca seguir apostando por la paz, sino de que este es de los mejores momentos para hacerlo. Así que déjenme recordarles tres detallitos. Primero, cuando uno critica una política pública (si lo quiere hacer responsablemente), tiene que ofrecer una alternativa viable. ¿Cuál sería? ¿Cogerlos a bala? Tal opción se ensayó bajo Duque, en parte bajo Santos, pero eso no obstó para que todos esos grupos crecieran muy rápido. En este terreno estamos frente a algo que, muchas veces abusivamente, los economistas llaman “experimento natural”: un gobierno de centro, otro de derecha, otro de izquierda, aplicando diferentes recetas. Ninguna ha funcionado. En ese contexto, la aserción de Santos y sus adláteres, según la cual las disidencias se fortalecieron porque tienen una mesa de paz, no solo está contradicha por toda la evidencia, sino que resulta tremendamente maliciosa.
Segundo, el Acuerdo de 2016 fue muy importante. Yo mismo lo celebré, me temo que un poco incautamente, con bombos y platillos. Pero saber eso no me impide entender que no acabó con nuestros problemas. Lo lamento, pero es así. De hecho, para cientos de miles de colombianos, el conflicto armado no terminó. El Acuerdo de Colón fue para ellos un lindo ágape bogotano. Si me pican, les puedo mostrar evidencia masiva al respecto. ¿Exasperante? Sí, pero no menos real.
Tercero, el Estado ha incumplido sus compromisos adquiridos, no solo con los respectivos grupos, sino con las poblaciones afectadas por el conflicto. Lo ha hecho de manera masiva, en terrenos cruciales. Para los horribles escépticos que descartaban que nuestro Estado pudiera ser sistemático en alguna cosa, este es un buen contraejemplo. Aquí la responsabilidad de Duque, en particular, es enorme. Pero no sólo de él. De nuevo: ¿por qué no hablar de los hechos, de lo que se hizo, de lo que se dejó de hacer, de las tareas pendientes, para meterle un poco de equilibrio a nuestra posición actual frente a la paz?
Los tres detallitos juntos sirven para poner nuestros problemas actuales en una perspectiva un poco más larga. ¿Segunda, tercera, cuarta, Marquetalia? Bueno, habría que comenzar por ajustar las cuentas. La primera, la de verdad, las FARC iniciales, en realidad fueron la segunda: campesinos liberales radicalizados que se fueron al monte y decidieron pasar de autodefensas comunistas a guerrilla móvil, entre otras cosas porque percibieron que les habían incumplido masivamente las promesas reformistas y pacifistas del Frente Nacional.
Así que podríamos seguir así durante mucho tiempo. No: no me hago la menor ilusión con respecto de estos grupos. Precisamente porque creo conocerlos. Es claro, además, que ellos tienen que poner muchísimo más de su parte. El Gobierno también debe imprimir mucha más consistencia, agilidad y política de la grande, un rumbo más estable y claro, a un programa bandera que parece estar haciendo agua.
Pero mi punto hoy es que una opinión pública tan exasperada no parece estar preparada para la paz, mucho menos para una “total”.