Fantasmas, perros y gatos

Francisco Gutiérrez Sanín
11 de mayo de 2018 - 05:40 a. m.
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Justo cuando se cumple el bicentenario del nacimiento de Marx, se puede decir que un nuevo fantasma recorre el mundo: el populismo. Pero, ojo, la palabra tiene numerosas acepciones, dos de las cuales vienen a la mente cada vez que uno habla de fantasmas políticos: “amenaza de un riesgo inminente” o “visión quimérica… que se da en las ensoñaciones de la imaginación” (http://dle.rae.es/?id=Hb4OgU3). Es decir, el fantasma puede ser genuino, o simplemente un espantajo. Para orientarse en la realidad, resulta importante saber si es lo uno o lo otro.

Desde hace años, y sin imaginarme que en algún momento el tema resultara muy relevante para Colombia más allá de ciertos restringidos círculos académicos, vengo sosteniendo que la palabra populismo dice poco. Por tanto, no es un fantasma real, sino una “visión quimérica”. La razón: su significado varía dependiendo de la persona y circunstancia. Tanto que es difícil fijar su significado. La reciente literatura sobre el tema no ha hecho más que ratificarme en esa conclusión. Sartori llamaba a esta clase de concepto “perro-gato”. La intuición de fondo de Sartori es simple. Un concepto debe servir para clasificar. Por ejemplo, un entomólogo se encuentra con un cucarrón (coleóptero, si queremos ser pedantes), y a partir de ciertos rasgos de su anatomía (cabeza, tórax, antenas) decide que lo es. Y lo puede comparar con, digamos, una mariposa, reconociendo similitudes (ambos son insectos) y diferencias (pertenecen a dos órdenes distintos). Habrá algunos casos de difícil catalogación, pero serán pocos; de lo contrario, el ejercicio clasificatorio resultará caprichoso y poco confiable. Claro, la cosa termina siendo mucho más problemática, pero éste es el punto de partida.

En cambio, el uso del término populismo depende en buena medida del antojo del usuario. Hoy en día, se ha empleado para denotar al menos cinco características. Primero, irresponsabilidad fiscal, esto es, gastar más de lo que se tiene. Segundo, facilidad para vender promesas imposibles de cumplir: demagogia. Tercero, caudillismo y desarrollo de un estilo político que favorece el contacto directo del líder con el pueblo por encima de las cabezas de los intermediarios. Cuarto, resaltar la existencia de un pueblo único (al que pertenece el líder populista), contrapuesto a un enemigo interno o externo. Quinto, y esto quizás sea lo nuevo, intemperancia y pretensión de saltar por encima de los contrapesos de la democracia liberal, pero manteniéndose en el mundo de la competencia electoral. Todas estas son cosas bien diferentes. Y aún podría haber más: extremismo… Pero además como ninguna de ellas implica a la otra, casi todos los políticos terminan siendo populistas a tiempo parcial. ¿Trump es populista? Sí, claro. Pero también lo es Kim Jong-un, aunque su peinado de marciano lo separe del resto de la especie, y lo han sido Pancho Villa y Alberto Lleras (cuántas veces a lo largo de su carrera no resaltó la importancia de la unidad de la nación contra ese enemigo externo que era la violencia), Berlusconi y Tony Blair (unidos en sus luchas contra las maquinarias partidistas), Churchill y Mussolini.

En realidad, creo que un político que no cumpliera aunque fuera uno de los criterios de populismo carecería de incentivos para salir de su cama. Y entonces dejaría de ser político. Como tiene tan poco poder clasificatorio, el término ha ido confinándose a su función retórica más directamente instrumental: a señalar que el candidato X me parece amenazante, o poco democrático. Tampoco es que esto esté terriblemente mal. Pero preferiría en este caso un lenguaje más llano y claro, sin la falsa pátina de cientificidad

Nadie sabe para quién trabaja. Con su decisión de abandonar el pacto con Irán, Trump le ha mandado sendos salvavidas a los radicales iraníes y a Maduro. A los primeros, uno directo, confirmando toda su retórica y prejuicios. Al segundo, uno indirecto a través del salto abrupto en los precios del petróleo.

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