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La coca no es la mata que mata. Por el contrario, abrió caminos al avance social de sectores muy vulnerables. Por desgracia, su carácter ilegal y por consiguiente desregulado también ha tenido efectos laterales indeseados.
He defendido esta proposición, por lo que me alegró leer un importante y metodológicamente sofisticado estudio del CEDE-CESED de la Universidad de los Andes, que da fuerte evidencia en esa dirección. En particular, muestra que la coca tuvo un impacto positivo significativo sobre el producto interno bruto municipal. Los tuvo también sobre otros sectores de la economía, con los que estaba ligada. Y, como si no fuera suficiente, el estudio no encuentra ningún efecto significativo de la presencia de cultivos cocaleros sobre la violencia. Los autores ni de lejos plantean que el cultivo sea una panacea, por ejemplo mostrando que puede ser ambientalmente nocivo y (asunto clave) que sigue expuesto a los altibajos de los mercados internacionales.
Recuerdo: toda publicación académica está llena de condicionales, periodizaciones y prudencias. Imposible capturar tales matices en una columna. Pero las que planteé en el párrafo anterior son, creo, conclusiones claves. Recomiendo muchísimo leer el texto, que se encuentra aquí.
Me había prometido hablar del asunto apenas saliéramos de las coyunturas más quemantes, pero no parece que eso vaya a pasar pronto. Y, en todo caso, se trata de un tema crucial para nuestro país.
Así que reflexionemos un instante sobre las tremendas implicaciones de los hallazgos de los colegas del CESED. Los autores del estudio dicen, con toda la razón, que sus resultados van en contravía de lo que ha sido un discurso académico predominante –también en la toma de decisiones–, según el cual la coca es el heraldo del atraso. Mi impresión sobre los trabajos que contribuyeron a ese discurso es bastante mala, pero eso puede ser demasiado pesimista. El punto realmente importante aquí es, a mi juicio, que el Señor Estado, que al fin y al cabo tiene presencia nacional, dispuso desde muy temprano de muchas evidencias de que los efectos benévolos de los cultivos cocaleros sobre las sociedades regionales y locales al menos debían de ser tenidos en consideración a la hora de trazar un curso de acción. Eso, si lo que importaba era el bienestar de las poblaciones.
Una ilustración entre muchas posibles. Tengo frente a mí (cortesía de los colegas de Centro de Estudios Regionales del Sur, cuyo archivo y trabajo son una maravilla) un Plan Social para la Paz, que es un estudio sobre la Comisaría del Guaviare, de 1983. El documento está escrito muy desde la guerra contra las drogas y desde las lógicas gubernamentales del período. Pero también es serio y meticuloso. Muestra los problemas reales que generó la entrada de la coca y, a la vez, describe la dieta de los campesinos antes y después de ella. Antes, comían básicamente maíz, arroz, yuca. Con la coca, sus ingresos mejoraron, “lo que permitió la adquisición de chocolate, fríjol, arveja, pastas, enlatados, carne, galletas, pan, algunas verduras, plátano, pescado”.
Piensen por un instante en lo que significa eso. La guerra contra las drogas, implementada en Colombia de una manera increíblemente brutal, implicó entonces literalmente quitarles el pan de la boca a decenas de miles de campesinos, destrozando su avance social (modesto), y empujando a menudo su nivel nutricional por debajo de la línea de flotación. Me temo que una de las motivaciones criollas para desplegar esta clase de actividad, tan contraproducente desde muchos puntos de vista para un país en guerra, fue que permitió que políticos articulados a redes corruptas y de narcos mandaran una señal pública a los Estados Unidos sobre su disposición a mantener esa guerra.
Volver a eso sería un desastre humano, social y político. El gran desafío, pero también la gran oportunidad, es construir y desarrollar políticas públicas diferentes y sostenibles. Esto debería ser una prioridad.