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El país no católico, que ya es una minoría grande, seguramente estará, como quien suscribe, oscilando en este momento entre la saturación y la simpatía. Las raciones diarias de papa que nos sirve por estos días la abrumadora mayoría de los medios de comunicación desafían las recomendaciones hasta del nutricionista más descabellado. A la vez, la venida de este líder espiritual carismático, abierto, que predica en el tono y lenguaje correctos el amor y la tolerancia, es como una bocanada de aire fresco para nuestro ponzoñoso debate público. Francisco, además de ser irreparablemente latinoamericano, tiene el encanto del escepticismo con respecto de su propio cargo. Por ejemplo, al contrario de tantos de nuestros políticos inflados, no se refiere a sí mismo en plural ni en tercera persona mayestática, sino usando pronombres claros y simples: “yo”, “mí”, “me”. “Yo pienso”. “Recen por mí”. “Me parece”. Y eso que es el papa.
La presencia de Francisco planteó un desafío a los colombianos: qué decirle a esta figura global. Qué pedirle para nuestro país. El mensaje del pontífice es inequívocamente de paz, lo que llevó a Uribe a mandarle una epístola que tendrá que entrar en las futuras antologías de la ridiculez, acumulando toda una serie de ínfimas querellas provincianas y persistiendo en su descabellada negativa a aceptar que aquí hubo conflicto armado. Pero la manía de darle quejas a Francisco sobre una sarta de pequeñeces no se circunscribe al uribismo. ¿No hay entonces una agenda grande adicional de la cual hablarle?
Claro que sí. Por ejemplo, habría que plantearle las deudas enormes, abrumadoras, de la Iglesia colombiana con la paz. Pero en el momento en que escribo esto el tema que me parece más importante y urgente es el papel de la mujer en nuestra sociedad. Los que hayan tenido el placer de leer a Svetlana Alexiévich habrán reparado en que el título de esta columna es una paráfrasis de su hermoso y durísimo libro. Allí, la autora describe a los ejércitos en la Segunda Guerra Mundial como un mundo ajeno a las mujeres. Pero algunas entraron. Alexiévich sugiere que la posguerra tampoco sería muy amable con ellas. “Ay, chiquillas —les dice un oficial—. No os faltará nada, pero después de la guerra los novios os tendrán miedo”.
Mucha agua ha pasado bajo el puente, y nuestra propia guerra fue altamente feminizada. Un porcentaje grande de miembros de la guerrilla eran mujeres. ¿Qué pasará con ellas? ¿Cómo se reincorporarán a una sociedad con desmedidas tasas de violación y otras violencias contra la mujer? Estas personas, que aprendieron de la manera más brutal y prohibitivamente costosa a ser independientes, a dar órdenes, a hacerse oír y obedecer, ¿volverán al fogón y a viejas estructuras familiares, o se incorporarán a una sociedad con relaciones de género más sanas y menos homicidas? “Con vuestra puntería —decía el oficial arriba citado— lanzaréis un plato apuntando a la cara y despacharéis a cualquiera”. ¿Será cierto? ¿O más bien, despojadas del uniforme y de sus aperos guerreros, vivirán una vida de temores como las que tienen que padecer cientos de miles de mujeres en Colombia? ¿Esos que prometen “hacer trizas” los acuerdos también harán trizas sus vidas?
Las mismas preguntas se pueden hacer desde la perspectiva de las millones de víctimas, que padecieron las acciones de los guerreros y guerreras. La idea era también hacer trizas las políticas específicamente dirigidas a ellas. Fue uno de los temas del No en el plebiscito, y sería también la implicación de negar la existencia de esa misma guerra que rompió sus trayectorias vitales.
No se necesita ser un especialista —que no lo soy— para entender que una voz incluyente por parte de Francisco y la Iglesia en este tema particular tendría un enorme impacto positivo.